Por Tomás Arreche (Estudiante de Abogacía, UNLP)
Es posible verificar que el sistema global de gobernanza se encuentra ante una paradoja intrínsecamente compleja. Si bien no es objeto de este escrito analizar profundamente las causas de esta, es posible advertir que la misma deviene mayoritariamente del avance desmedido de nuevas -y no tan nuevas- expresiones políticas, económicas, y hasta tecnológicas, que ponen en jaque nuestro entendimiento de la realidad circundante. Sólo por mencionar algunos ejemplos, es el caso del desarrollo de nuevas funcionalidades de la denominada Inteligencia Artificial, aplicada al conflicto bélico; la masificación prácticamente instantánea de discursos políticos deshumanizantes; la profundización de la desigualdad social ocasionada, en gran medida, por el carácter regresivo de los sistemas tributarios alrededor del globo1; la escalada de conflictos armados, y los precios de materias primas y energías. Cabe destacar, además, el alto grado de pasividad registrada por parte de los Estados Centrales respecto de los efectos nocivos e inmediatos de la crisis climática. Estados que, en puntos porcentuales, aportan en más del 60% a la contaminación por emisión de CO22 (sólo contando a China, los Estados Unidos, los Estados europeos y la India).
En estos términos, la paradoja planteada es de naturaleza dual. Se erige, por un lado, sobre una desconfianza generalizada en el sistema institucional regulador de la conducta -esto es, la Ley y el poder político- ante un futuro que se concibe “imposible” de transitar; y, por otra parte, sobre la necesidad acuciante de amplios debates, y un fortalecimiento de la regulación macro de sectores considerados “claves” o “estratégicos”, como resultan la provisión energética y la seguridad alimentaria.
A la luz de los actuales tiempos bélicos, estas cadenas de suministro han evidenciado su fragilidad y dependencia absoluta del poder político personalista, dejando a millones de personas en situación de vulnerabilidad. En el caso de la provisión energética, basta con revisar las respuestas inmediatas de Occidente ante la avanzada rusa sobre Ucrania, que, en términos de sanción, pretenden bloquear el aprovisionamiento del país invasor, generando así una respuesta mucho más expansiva. Se tratan de sanciones que van desde la prohibición de compra de combustibles fósiles, hasta el congelamiento de activos, reservas y la exclusión de entidades rusas del Sistema SWIFT (de comunicaciones interbancarias). Resulta tal la interdependencia de los actores públicos, y la fragilidad del sistema todo, que la repercusión más fuerte de estas acciones se vive en territorio Europeo, que actualmente convive con problemas de escasez, racionamiento energético y cierre de industrias con alto nivel de consumo3.
De esta forma, repensar un primer rol del Derecho, como estabilizador de las relaciones entre los actores de la vida pública, se vuelve un imperativo clave al momento de reconfigurar el presente, e imaginar un futuro al menos no tan dañino.
Dicha necesidad no constituye capricho alguno, sino síntoma de la legitimación histórica del Derecho como el método más eficiente de prevención, gestión y reparación de daños. Me permito pensar, aunque sea de forma inocente, que los problemas del Derecho -así como los de la Democracia en general- deberían tratarse siempre con más análisis, con mayor puesta en común e institucionalidad.
Ahora bien, ¿Qué implica, entonces, vivir en tiempos de crisis?
Ante todo, debemos de reconocer que el concepto mismo de “crisis” parte de perspectivas dominantes; de una suerte de “epistemicidio”, en términos de Boaventura de Sousa, que pretende anular todo conocimiento popular no proveniente de métodos interpretativos occidentales. En ese marco, y en términos meramente enunciativos, sabido es que “el mundo” no se horroriza ante la fragilidad de los sistemas de la seguridad social y la dependencia crediticia en América Latina; “el mundo” no se horroriza ante los genocidios étnicos en África y Asia, sino cuando las consecuencias de lo horrible llegan a las fronteras del Norte Geográfico, sea en forma de refugiados, o de la interrupción de las cadenas de suministro de materias primas. Ríos de sangre y tinta aleccionadora corren entonces, cuando se verifica de forma fehaciente la interdependencia invisibilizada entre ese Norte tradicionalmente dominante, y ese Sur tantas veces subyugado.
Podría advertirse, como primera aproximación, que vivir en “estado de crisis” implica siempre una falta de certidumbre sobre el futuro más o menos cercano, específicamente respecto de los daños a producirse a causa de los eventos o procesos críticos. Es decir, al menoscabo de Derechos, en términos jurídicos, y de condiciones de vida, en términos materiales.
Característica de estos tiempos, diferenciadora de otros períodos históricos, resulta el desplazamiento de la incertidumbre sobre el futuro cercano, para dar paso a la inseguridad sobre escenarios más bien lejanos, que precisan de saltos generacionales, o que se suelen concebir como tales en el imaginario colectivo. Es el caso, por excelencia, de la preocupación por los efectos de la crisis climática. Cabe destacar, en este sentido, los esfuerzos cada vez mayores por parte de colectivos especializados, que se expresan sobre lo que implica en términos dañosos ese futuro con rostro de presente.
Es en este fenómeno que el Derecho adquiere una relevancia particular, en tanto medio idóneo y universalmente legitimado de regulación conductual. La cuestión reside, en realidad, cuando dicha regulación versa, no sobre conductas de individuos en un Estado de Derecho, que deberían gozar por tanto de las garantías democráticas del mismo, sino sobre conductas políticas particulares que pretenden representar intereses colectivos. Es el caso del Gobierno que decide, en nombre de la Libertad y el Progreso, realizar invasiones militares, o imponer sanciones económicas a países soberanos, aún basándose en la arquitectura legal internacional. Allí, el ordenamiento Internacional se encuentra en una dicotomía ampliamente debatida por la dogmática jurídica: ¿Cómo garantizar la no proliferación de conductas estatales violentas, cuando por máxima del mismo Derecho Internacional no puede intervenirse de forma activa en las decisiones de un Estado Soberano? ¿No es, también, la imposición interestatal de una determinada sanción económica una conducta violenta? Si el ordenamiento lo permite y regula, porque no lo considera lo suficientemente violento como para prohibirlo, ¿No será, acaso, que las definiciones conceptuales que realiza el Derecho parten siempre de posicionamientos y finalidades políticas? Aunque parezca inocente preguntárselo, resulta necesario ante la avanzada de discursos que pretenden, desde el inicio de la historia misma, contribuir a una concepción neutra de la norma, al menos en términos ideológicos.
Cabe destacar en este sentido que es el propio Derecho el que otorga respuestas “de excepción”. Es el caso, por ejemplo, de lo dispuesto por el Cap. VII de la Carta de las Naciones Unidas, al referirse a la posibilidad de que el Consejo de Seguridad del organismo establezca tanto intervenciones militares con el objeto de suprimir conflictos que pongan en riesgo el orden internacional, como también la imposición de otras medidas coercitivas.
Si bien esta es una cuestión que merece un análisis detallado y aparte, es posible advertir de primera mano que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos se halla atravesado por una tensión, que podríamos denominar una verdadera antinomia normativa. Y es que las Naciones Unidas promueven desde el mismo prólogo de su documento constitutivo el hecho de “unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales” y “asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción de métodos, que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común” (Naciones Unidas, 2015, p. 3). Es de destacar que, por el momento, las operaciones de “mantenimiento”, reaseguramiento o logro de la Paz fueron estrictamente aplicadas, desde 1956, a tres escenarios específicos: los conflictos entre Estados soberanos, conflictos interestatales y guerras civiles.
Esta tensión entre principios encuentra su basamento en la incógnita planteada, en tanto es posible preguntarse, ¿Qué constituye una amenaza al “orden internacional”?, ¿Cómo se construye la legitimidad suficiente como para que un grupo de Estados centrales decida, con poder de veto, sobre la avanzada o retirada de fuerzas militares en territorios soberanos?, ¿Se condice aquello con la noción de “paz”, tan pregonada por el sistema mismo?
Enigmas válidos en un mundo que tiende siempre, como si esto fuera una cuestión de la naturaleza y aún frente a resistencias, hacia la unipolaridad en ámbitos considerados estratégicos. Hacia la construcción de hegemonías que, a pesar de parecer radicalmente opuestas en términos ideológicos e institucionales, coinciden expresamente en ciertos puntos fundamentales: producción y comercialización de armamento avanzado, crecimiento de arsenal nuclear almacenado4, desregulación del capital financiero en desmedro de los sistemas productivos -cuyo último hito resulta la declaración de quiebra del Silicon Valley Bank, depositario de grandes firmas tecnológicas-, desincentivación de la inversión ensistemas públicos de salud y bienestar social, aumentos inusitados en los presupuestos públicos de Defensa, entre otros.
Como he mencionado en anteriores escritos, y tomo la licencia momentánea de autocitarme, si bien estas no son incógnitas que puedan responderse de forma unívoca, el Derecho tiene el deber (y la comunidad, la necesidad) de hallar una réplica más o menos consensuada. Tal es el caso del Derecho Internacional, que, si bien es ampliamente influenciado por los actores dominantes, podría advertirse que es aquel que goza de mayor legitimidad colectiva. Tal es su legitimidad, que no sólo ordena en forma de “recomendaciones”, sino que juzga la actuación en términos de falta de prevención, o producción, de daño por parte de los Estados respecto del menoscabo de derechos. Esto, mediante la conformación de Comités de seguimiento en materia de políticas públicas, y mecanismos jurisdiccionales esencialmente regionalizados.
Claro que el Derecho no puede construirse a partir de contradicciones irresolubles, o preguntas retóricas: si hay algo que el sistema jurídico precisa son ciertas delimitaciones conceptuales. Definiciones básicas. De esta forma, podríamos pensar que el sistema se edifica sobre valores fuertemente ideales, pero necesariamente realizables5. Es, por caso, el propio ordenamiento el que autoriza en el caso de la antinomia planteada la autorización excepcional de uso de la fuerza armada, que se expresa en el Cap. VII de la Carta de las Naciones Unidas. Si bien existe un pleno reconocimiento de la tensión normativa, fundamentalmente a partir del amplio debate doctrinario que se genera en torno a estas cuestiones, el sistema se construye de forma tal que sea capaz de resolver de alguna manera un conflicto determinado. Es decir, la política legislativa hecha concepto.
Consideraciones finales
Ahora bien, la paradoja presentada en las primeras líneas de este escrito -aquella que se origina entre la deslegitimación del sistema frente al necesario fortalecimiento del mismo- no responde al modelo tradicional de aquel conflicto sociojurídico que se plantea de forma previa a toda génesis, reforma o derogación normativa interna. Este conflicto en abstracto implica siempre una alegada ineficacia de la norma en términos de prevención y/o reparación de un determinado daño, lo que torna necesaria la modificación del sistema. Ahora bien, en términos generales, esta tensión se constituye alrededor de un daño específico, que por lo general deviene de deficiencias estructurales de los sistemas institucionales nacionales, provinciales o locales.
El conflicto construido a lo largo de estos párrafos se caracteriza, en cambio, por su magnitud -en tanto la deslegitimación de los sistemas institucionales se ha vuelto unaproblemática global-, generalidad -ya que la ineficacia jurídica se plantea respecto de una serie de frentes problemáticos, como los mencionados ut supra-, y por su aporte a la construcción de un concepto de futuro global desolador, o inhabitable.
Cierto es que esto no implica que la paradoja sea imposible de atender. Si esta idea fuera válida, poco importaría en términos éticos el respeto a la norma en general, cualquiera sea su jurisdicción o materia. Si entendemos que la misma es acatada en función no sólo de su eficacia en la prevención o reparación de daños, sino fundamentalmente en base a la creencia de que ella resulta la ordenadora de la vida en comunidad, inevitablemente deberemos suponer que en su deslegitimación y trasgresión hay una especie de quiebre desesperanzador; de sensación de “rotura” de ciertos lazos de solidaridad interpersonal, que normalmente hacen al desenvolvimiento de una sociedad altruista. Al menos, de una sociedad que se ve profundamente interpelada y asqueada por cualquier forma o intento de eliminación del otro.
También sería viable entender, por otro lado, que la norma es en realidad respetada por el temor a una represalia que se concibe de posible ejecución, argumentación tentadora para varias corrientes jurídicas. Sin embargo, la aplicación de esta noción como argumento sobre la deslegitimación de la norma en la paradoja planteada se ve descartada de hecho, en tanto no explica lo que en realidad es un punto clave: ¿Por qué aún cuando ciertas conductas son desaprobadas por el ordenamiento internacional, estas siguen realizándose? ¿Por qué aún cuando existen mecanismos jurisdiccionales supranacionales, los Estados deciden fallar en prevenir y reparar daños que se consideran potenciales?
No considero que las respuestas a estas preguntas se vean atravesadas únicamente por el concepto de impunidad, en tanto convencimiento sobre la inexistencia de un castigo o sanción potencialmente ejecutable. Noción erigida, además, sobre una particular concepción del poder institucional del Estado tristemente extendida. Es de destacar, en este sentido, la inexistencia de un régimen internacional de sanciones ante el incumplimiento de las obligaciones estatales respecto de la mayoría de los documentos internacionales que estos ratifican. En relación a esto último, será cuestión de reflexionar si verdaderamente lo que se necesita es un régimen sancionatorio, o, por el contrario, un proceso de legitimación social de los organismos fiscalizadores de estas conductas estatales. Esto, con el objeto de democratizar el debate público que tantas veces queda encerrado en las aulas, congresos y despachos.
Creo, en términos generales, que es más factible pensar en motivaciones basadas en un descreimiento directo del potencial transformador de la norma, la construcción de hegemonías que tradicionalmente dominan el escenario internacional, y la consecuentedireccionalidad política de acciones que derivan, de alguna u otra forma, en la supresión de un otro.
En este orden de ideas, tal vez el valor Justicia tenga que ver con rescatar a ese otro de su olvido, de su marginalización, de su “no-lugar”; con mirar a los ojos y reconocer.
No es difícil arribar entonces a una conclusión apresurada: y es que probablemente el mayor desafío al que se presenta el Derecho contemporáneo sea el de recuperar la expectativa social, la esperanza en su propósito transformador. La idea de “recuperar” y no “conseguir” implica cierto estado de cosas que los sistemas jurídicos alrededor del globo supieron construir, especialmente de forma posterior a la Segunda Guerra Mundial; ciertas nociones básicas, que hacen a la consecución de un proyecto bastante acabado de los Derechos Humanos, tantas veces agredidos, ultrajados, por verdaderos atentados contra la Democracia, incluso bajo el imperio de normas especialmente dedicadas a su preservación.
Contribuir a esta relegitimación del sistema jurídico resulta una tarea titánica, que debiera sustentarse en la decisión política de gobernar, legislar y ejercer el poder jurisdiccional con especial atención a los desposeídos, a los marginalizados, a los olvidados por el propio diseño del ordenamiento y la decisión de actores dominantes de la escena pública. En este sentido, muy poco logrará la norma respetada por el miedo a una sanción potencialmente ejecutable, en relación a aquella que se cumple con propósito, con ilusión por el aporte a la construcción de comunidades mejores, más resilientes e inclusivas. Debemos dejar atrás la noción punitivista de la norma, posición cómoda desde la cual la misma existe solamente para castigar o desaprobar su violación. En sociedades democráticas, respetuosas del Estado de Derecho, la Ley existe con el único objetivo de generar efectos positivos, de armonización social, siendo la sanción un elemento secundario, lo menos gravoso posible.
Si bien el proceso de relegitimación recae necesariamente en el Derecho como medio de transformación, cabe recalcar el rol que ocupan las prácticas estatales en relación a la protección y promoción de los derechos. Relegitimar el Derecho es, en definitiva, revisar lo que debe ser revisado; erradicar las prácticas estatales discriminatorias y represivas que deben ser erradicadas, y promover nuevas cosmovisiones sobre la esencia de las conductas estatales, comprometidas por la decisión de suscribir a obligaciones claras en materia de Derechos Humanos.
Como tantas otras veces en el devenir histórico, el Derecho precisa fundamentalmente de voluntades que crean en el desarrollo común, y en la posibilidad de transitar espacios cada vez más equitativos. Para que el fin de la norma y las instituciones ya no sea simplemente el de “regular la conducta humana”, sino el de propender a comunidades más justas e igualitarias.
Referencias
1. https://wir2022.wid.world/ , “Informe sobre la Desigualdad Global 2022”, Lucas Chancel y otros/as,World Inequality Lab y Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2022.
2. https://es.statista.com/grafico/9662/emisiones-de-dioxido-de-carbono-por-paises-en-2018/ , BP Statistical Review of World Energy, 2019.
3. http://sedici.unlp.edu.ar/handle/10915/146045 “Las consecuencias energéticas de la Guerra en Ucrania”, Lilia A. Mohanna, UNLP, Anuario en Relaciones Internacionales, 2022.
4. https://sipri.org/media/press-release/2022/global-nuclear-arsenals-are-expected-grow-states-continu e-modernize-new-sipri-yearbook-out-now , “SIPRI Yearbook 2022”, Stockholm International Peace Research Institute, 2022.
5. https://olegisar.org/el-derecho-a-ser-feliz-la-felicidad-en-clave-juridica/, “El derecho a ser feliz: la felicidad en clave jurídica”, Tomás Arreche, OLEGISAR, 2022.