Por Tomás Arreche

Para mi amiga Abril. Que nuestras conversaciones sigan queriendo cambiar el mundo.

¿Qué es “la vida”? ¿Por qué el hombre vive en comunidad? ¿Qué es la sociedad? ¿Cómo debería organizarse esta? Y, en ese sentido, ¿qué es el Estado? ¿Cuáles son sus objetivos últimos?

Preguntas válidas e interesantes si las hay, son disparadores necesarios e insustituibles; enigmas que, sin lugar a duda, representan un objeto de estudio digno de amplísimos análisis. Y así lo demuestra la historia. Vasta es la bibliografía que, desde hace ya milenios, intenta dar respuesta a estos cuestionamientos. Es cierto que sería pretencioso de mi parte decir que algunos autores y autoras se acercan más a dicho objetivo que otros, por lo que me limitaré a advertir que los hay quienes tornan al pensamiento algo bastante más ordenado que un cúmulo de sinsentidos.

Dejando aquello asentado, corresponde entonces pensar en una noción agrupadora, que reúna de alguna forma los enigmas planteados y se constituya en un punto de partida para pensar desde otra perspectiva al ordenamiento jurídico y al Derecho en su conjunto.

Y es que, en aras de una primera conceptualización, corresponde pensar al Derecho no sólo como un mero sistema positivo de regulación conductual, como ya he expresado en escritos anteriores. Por el contrario, la “razón de ser” contemporánea del Derecho lejos se halla de la mera regulación en sí misma, vacía de significado alguno, idea sobre la que volveré a pronunciarme en los párrafos siguientes. En las sociedades democráticas modernas, y bajo el amparo del Estado de Derecho, el mismo busca reglar la conducta de las personas, fundamentalmente sus efectos, en pos del bien común. Concepto mayúsculo si los hay, cabe destacar que, si bien son varias las aproximaciones teóricas que han intentado dar respuesta al problema de su significado a lo largo de la historia, a los efectos del presente entenderemos al bien común a partir de la concepción de Delos, que entiende que es el “conjunto organizado de las condiciones sociales gracias a las cuales la persona humana puede realizar su destino natural y espiritual”. Es decir, una base de garantías sobre la cual las personas pueden desarrollarse, satisfacer necesidades y lograr determinados objetivos que, de acuerdo con el pensador, hacen a la realización de su “destino natural y espiritual”.

Esta interpretación puede resultar hasta incómoda, en tanto desestabiliza el ya constituido concepto del Bien Común como estadio último de realización, es decir, como objeto supremo de todo sistema de regulación conductual, parta este de la norma jurídica o no. El Bien Común, como veremos más adelante, se problematiza y se vuelve un elemento fundamental a la hora de entender el proceso de construcción y avance de las demandas sociales; el mencionado ya no es un objetivo último pretendido por la sociedad toda, sino una base mínima de condiciones sobre las cuales se erige, o debería al menos erigirse, todo el sistema social en su conjunto.

De esta forma, el presente artículo busca problematizar los conceptos de “felicidad” y “Bien Común” en torno a los grandes objetivos y problemáticas a las que se enfrenta el Derecho contemporáneo. De forma más concreta, ¿Es la felicidad de las personas el fundamento de validez de las Democracias contemporáneas?

Para esto, serán de utilidad e inspiración las palabras de la Prof. María Isabel Lorca Martín de Villodres, en su artículo “Sobre la felicidad. Estudio filosófico-jurídico y de derecho comparado” (Revista Lex N°20, Facultad de Derecho y Ciencia Política, Universidad Alas Peruanas, 2017).[1]

Ante todo, nos cabe analizar cuál es efectivamente la relación entre la felicidad y la democracia. No resulta un enigma inocente, en tanto no faltará quien no encuentre realmente vinculación alguna entre un concepto y otro. Sin embargo, es el régimen democrático de Gobierno el que, en términos ideales al menos, garantiza la consecución de la libertad política y personal, valores tan pretendidos por los instrumentos jurídicos contemporáneos en tanto prohibición de toda coacción ilegítima que direccionen o restrinjan de un modo u otro el obrar y las decisiones de toda persona. En ese sentido, si el Bien Común se constituye como base mínima de garantías sobre la cual una sociedad puede desarrollarse en su máxima expresión, no sería correcto descartar en ningún momento a la libertad política y de elección como elementos intrínsecos de la felicidad social. Podría usted entender, sin demasiado riesgo a equivocarse, que sin libertad de elección sobre las esferas públicas y privadas de su vida no hay bien común posible, ¿Qué realización individual o colectiva podríamos encontrar en la restricción ilegítima? ¿Cómo podría una persona “ser feliz” sin poder elegir?

Ahora bien, ¿es posible dar respuesta al interrogante sobre qué entendemos por “felicidad”? Ante todo, es dable destacar que la mera conceptualización de la “felicidad” implica siempre un posicionamiento personal, subjetivo y, por lo tanto, político. La realidad es que las diversas aproximaciones teóricas que pueden hallarse dan cuenta de un proceso histórico-político de amplias dimensiones. Al decir de Jean-Paul Margot, “la concepción de la felicidad varía según la época y el tipo de sociedad”[2].

Y es que pueden advertirse, siguiendo a Ruth Benedict (Échantillons de civilisation), dos tipos de sociedades, de prácticas y cosmovisiones respecto de qué implica ser feliz. Por un lado, las sociedades apolíneas entienden que la felicidad es un estado de bienestar que se consigue a partir de la reunión de varios valores considerados positivos o estéticos: fundamentalmente a partir del logro del bienestar físico y espiritual. Siguiendo esta línea de pensamiento, la felicidad podría conseguirse a partir de la primera concepción del “Bien Común” que convenimos anteriormente. La felicidad se torna, entonces, en algo plenamente posible.

Por otro lado, las sociedades dionisíacas entienden que los placeres (valores considerados positivos socialmente) no consiguen saciar una necesidad delimitada o finita. Por el contrario, el único efecto que se logra al obtener placer es la necesidad de mantener y aumentar dicha sensación de bienestar. La felicidad ya no es entendida entonces como un estadio de realización, sino como un proceso individual más bien infinito, sempiterno.

Sin embargo, cabe aclarar que los diversos ordenamientos jurídicos no suelen basarse en valores totalmente imposibles de alcanzar[3]. Por el contrario, y si bien el Derecho tiene un fuerte componente ideal respecto de qué queremos ser como sociedad, el ordenamiento suele (y debe, en la visión del Constitucionalismo Moderno) otorgar herramientas para el goce efectivo de los derechos. Caso contrario, la norma jurídica se convertiría en mera “letra muerta”, en principios ideales impotentes y ajenos a toda realización. Aún más, es en ese proceso de reconocimiento de derechos y generación de garantías que el Estado debe autolimitar su poder restrictivo o de coacción, cuestión basal del amplio universo bibliográfico del Derecho Constitucional

A los efectos de intentar acercar una problematización al interrogante planteado anteriormente respecto de si la felicidad constituye un fundamento de las Democracias Contemporáneas, podemos concluir en que ella es un ideal que se construye de forma colectiva; una recolección y organización de experiencias y cosmovisiones individuales, que el ordenamiento jurídico pretende regular fundamentalmente a partir de la idea del Bien Común.  En este sentido, no se pretende pensar en la felicidad como problema en sí mismo, es decir, un fenómeno “en busca” de respuestas o significado, sino como clave: un valor social que otorga fundamento de validez ya no a la constitución de un sistema ordenador de la conducta, sino a la persona y la comunidad en sí.

Respecto de la felicidad como fundamento del Constitucionalismo, cabe mencionar algunos ejemplos de su mención directa como tal en instrumentos jurídicos contemporáneos. No es novedad, en este sentido, la mención especial que se realiza de ella en el segundo párrafo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, el cual reza «We hold these Truths to be self evident, that all Men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness»[4]. De igual manera, en la Constitución Francesa del 21 de junio de 1793, en el art. 1.º, se establece que: «El fin de la sociedad es la felicidad común. El gobierno se instituye para garantizar al hombre el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles

Ya entrado el S. XX, es de destacar el rol fundamental atribuido a la felicidad como “objetivo supremo” de la legislación en la Constitución japonesa (3 de mayo de 1947), particularmente en su art. 13, que declara que «Todos los ciudadanos serán respetados como personas individuales. Su derecho a la vida, a la libertad y al logro de la felicidad será, en tanto que no interfiera con el bienestar público, el objetivo supremo de la legislación y de los demás actos de gobierno».

En el caso de la Constitución Nacional de la Argentina, si bien el texto no hace expresa mención del término “felicidad”, sí lo hace de conceptos semejantes o que pretenden sustituirlo. Es el caso de la promoción del “bienestar general” (Preámbulo de la Constitución) y la declaración sobre el derecho y el deber colectivo de contar con un ambiente «apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras.», contenida en el art. 41 de la Ley Fundamental, introducido en la reforma constitucional de 1994.

Sin lugar a duda, la Felicidad es entendida por estos, y otros tantos textos, como una cuestión de Orden Público; aquel conjunto de regulaciones y valores que, por el objeto del que se tratan, merecen de una protección especial por parte de la Legislación.

Ahora bien, como he mencionado antes, este escrito no plantea entender a la felicidad como un fenómeno jurídico que puede ser resuelto a partir de la regulación positiva, sino como clave para la configuración de nuevas preguntas que creo que el Derecho actual se debe en torno a la consecución de ciertos objetivos en materia social y de desarrollo. Si entendemos que la felicidad es, entonces, un objeto del Estado y las Democracias Contemporáneas, ¿Hasta qué punto es responsable el Estado por la felicidad colectiva? ¿Existe alguna diferencia para con la felicidad individual, aún con la subjetividad posible en su definición? ¿Es posible pretender que el Estado sea responsable de la felicidad de todas y cada una de las personas habitantes de su territorio? Tratamiento especial y amplísimo (que me excede, debo destacar) merecen estas preguntas, que no hacen nada más ni nada menos que replantear el significado mismo de la regulación jurídica y la razón de ser del Estado contemporáneo. Pecando de inocente tal vez, reconozco que me gusta pensar en que sólo a partir de la construcción de interrogantes y consensos sobre el destino colectivo es que la sociedad toda podrá encontrar las herramientas necesarias para un verdadero desarrollo pleno.


[1] http://dx.doi.org/10.21503/lex.v15i20.1437

[2] Margot, Jean-Paul (2007). LA FELICIDAD. Praxis Filosófica, (25),55-79

[3] Tratamiento especial merece la discusión sobre si actualmente el Estado tiene la capacidad de proveer al disfrute de dichos valores y derechos para toda la población, cuya apresurada respuesta es negativa.

[4] “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, Edición Bilingüe de la Declaración de la Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América, Cato Institute, Washington, 2004.