Por Tomás Brusco[1]

INTRODUCCIÓN[2]

Inevitable sería definir primeramente qué se considera «poesía latinoamericana» y qué son los «derechos humanos», porque poco podríamos avanzar sin conocer antes los términos que nos convocan. Por lo pronto, vamos a decir que la poesía es el arte de crear con las palabras sentimientos (encantar, distraer, sorprender, enorgullecer, persuadir, gustar, ofender, etc.) en el lector o en el oyente. Luego, los derechos humanos son aquellas normas que otorgan un mínimo existencial digno para el desarrollo de la vida humana, brindando garantías, facultades y libertades básicas a todo aquel que sea de nuestra especie por el simple hecho de pertenecer, independientemente de toda caracterización conceptual (sexo, nacionalidad, idioma, opinión política, etnia, entre otras).

Antes de continuar, es oportuno decir que no es este un trabajo que tome una posición estrictamente neutra sobre los fenómenos mencionados, sino que explora el planteo de que la aparente contradicción entre ordenamiento jurídico y poesía no es tal, sino que ambas son manifestaciones de la cultura mediante la voz y la posibilidad de escribir que conducen a una mayor comunicación, interrelación y entendimiento con el otro que comparte nuestra comunidad. Es decir, que tanto la poesía como el derecho son manifestaciones del lenguaje humano.

Aquí podríamos vislumbrar un argumento científico de índole biologicista en el cual se nos indique que la posibilidad de crear ideas y plasmarlas en un texto precede a las formas que la civilización otorgó a los idiomas (citando el lenguaje animal como ejemplo); pero contestaríamos que la poesía y el derecho tal como los conocemos surgieron no hace mucho, y que nos referiremos de ahora en más a ellos en sentido estricto y no laxo, y que a ambos los consideraremos únicamente dentro de lo que hemos denominado «lenguaje humano», sin desmerecer la posibilidad de que futuros trabajos nos hallen indagando en la zoosemiótica para buscar la idea de que quizá los animales tengan, a su modo, poesía y derecho.

Nos vamos a adentrar, pues, en nuestra Latinoamérica: hermoso territorio variado y fecundo de nombre equívoco, puesto que por lo general en el concepto se excluye a la Canadá francófona (que tiene raíz latina) y se incluye a los pueblos pre-conquista, que no poseen en el latín la raíz de su idioma (guaraní, aimara, quechua, mocoví, mapuche, entre otros). Un espacio complejo: América Latina, con derecho y poesía de propia elaboración y con culturas diversas que en ocasiones han tenido duros encuentros entre sí, no siempre amigables, y con contradicciones que duran desde hace siglos en un contexto que nos recuerda con frecuencia a algunos párrafos de Cien años de soledad, que tan bien describe la idiosincrasia de países que combinan ciudadanos con los últimos microondas con quienes aún no han conocido el hielo o el mar.

Más por carencia de quien escribe que por la de quienes antes han escrito, el idioma de análisis de fuentes predominante va a ser el español, y el lapso será desde inicios del siglo XX hasta su fin con el advenimiento del nuevo milenio.[3]

EL COMIENZO DEL SIGLO: UNA CONTINUIDAD

Al referirnos al inicio de un tiempo histórico, debemos considerar que ello a lo que nos transportamos proviene a su vez de otra instancia anterior en que se dieron las condiciones necesarias para arribar a esa situación posterior. Por eso, los cortes temporales deben ser hechos a modo reflexivo o intuitivo y no estrictamente científico, porque “el momento más importante”, si bien puede reducirse racionalmente, siempre tiene un atisbo de emoción y de pensamiento cultural. Eric Hobsbawm, por ejemplo, decía que el siglo XX empezaba en 1914 y terminaba en 1991, con el surgimiento de la Primera Guerra Mundial y la caída de la Unión Soviética, respectivamente.

Si esto llegara a ser así, y los límites fuesen difusos, podríamos dar inicio al siglo XX poético-jurídico latinoamericano con Rubén Darío, que en Cantos de vida y esperanza[4] del Quijote dijo:

Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias,
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad…[5]

Una de las principales menciones de uno de los más famosos poetas de inicios del siglo augura, a primera vista, una relación no sencilla entre el derecho y la poesía, ya que estos entran en conflicto por su misma esencia: la ley es lo establecido; la literatura (encarnada en Don Quijote) es algo revolucionario. Efectivamente, esto ha sido en ocasiones así, ejerciendo el arte una inestimable resistencia contra el poder que pisaba los sueños de la juventud, que no entendía a la ley como el orden de los derechos humanos sino como el poder de los mayores.

Leopoldo Lugones diría más tarde, como encarnando esa ley que criticaba Darío a través de Cervantes:

Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin la ley, porque ésta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad. (…) El sistema constitucional del siglo XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica. Sólo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior que es belleza, esperanza y fuerza.[6]

Un análisis liviano y rápido diría que aquí hay críticas de izquierda (Darío) y de derecha (Lugones) hacia el sistema constitucional liberal. El panorama político de inicios del siglo XX, con dos guerras desastrosas y numerosas dictaduras militares por venir, era ciertamente poco esperanzador. Sin embargo, el derecho tuvo avances como nunca en su historia, y el desarrollo jurídico global se inició de la mano del derecho internacional público, la Carta de la ONU y las normas consuetudinarias. Pensar todas estas contradicciones, vaivenes, victorias y derrotas de los derechos humanos probablemente también sea reflexionar acerca de qué fue y qué sucedió en el siglo anterior al nuestro.

EL DERECHO LATINOAMERICANO INCIPIENTE: ¿JUSTO O NO?

En el cafetín crece la algarabía,
pues se está discutiendo lo sucedido,
 y, contestando á todos, alguien porfía
que ese derecho tiene solo el marido…[7]

Quien recuerde estos versos de Carriego, recordará también el retrato fiel del machismo latinoamericano que hace en sus textos, en donde cuenta que tanto mujeres como hombres —tristemente— reían jocosamente de los golpes que propiciaba un marido rudo a una ama de casa indefensa: el «diario brutal ultraje», sin motivo aparente. Aquí se usa el vocablo «derecho» en sentido de costumbre, la cual es una fuente aceptada en el artículo 1 del actual Código Civil y Comercial:

Los usos, prácticas y costumbres son vinculantes cuando las leyes o los interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas legalmente, siempre que no sean contrarios a derecho.[8]

Por supuesto que las costumbres no pueden ser contrarias a ninguna otra norma del orden jurídico, puesto que si esto fuera así, bastaría con que una costumbre se generalizara para anular toda posibilidad de aplicación de las leyes. De cualquier forma, es curioso que nuestro ordenamiento civil pretenda completarse con las costumbres de una sociedad tan cambiante y, sobre todo, con usos y prácticas en pugna, como sucede en América Latina.

Inevitablemente nos lleva esta línea a pensar de reojo en la antigua discusión de si el derecho injusto es derecho, lo cual se contesta afirmativamente a sí mismo por la misma formulación del problema, que es como preguntar si un músico desafinado es músico, o si un tenista pésimo que no pega bien el revés es tenista. Digamos que tendríamos que aceptar un sentido restringido del derecho y una única concepción de la justicia para que sean aplicables las consecuencias de la respuesta negativa a ese interrogante que mencionamos.

Decimos, pues, que el derecho latinoamericano es incipiente porque nace también con el siglo una corriente nueva de pensamiento político y jurídico, que es el constitucionalismo social: aquel en el cual el estado debe prestar a los ciudadanos ya no solo los derechos liberales de seguridad, libertad, propiedad, salubridad, orden, estabilidad económica, reglas de tributación claras, etc., sino que también debe proporcionar educación, salud, seguridad social, vivienda, trabajo, alimentación, entre otros derechos que hacen a lo social. La Constitución de la Provincia de Mendoza en 1916 ya garantizaba el descanso dominical y las ocho horas de trabajo para los empleados estatales. En 1917 llegaría la Constitución de México, que estableció para ese país la educación pública obligatoria y la función social de la propiedad privada, originariamente de dominio estatal.

Posteriormente, en 1949, llegaría la primera Constitución con derechos sociales para la República Argentina. Sin embargo, apenas duraría seis años, ya que un gobierno proveniente de un golpe de estado la declararía nula en un acto de escasa legitimidad popular. Pero tal vez la historia de las constituciones no sea la historia de los pueblos, como propone abiertamente y sin ningún tipo de sutilezas Jeremy Waldron.

DEMOCRACIA, POESÍA Y DERECHOS HUMANOS

Hoy en América Latina, con nuestras condiciones actuales, más pensamos cada vez que las democracias latinoamericanas (y mundiales) son lo que son: una forma de organización política de creación reciente, y no un estadio superior de la evolución permanente que ya hemos alcanzado para siempre. Las democracias avanzan y retroceden, tal como lo hacen los derechos humanos. Podríamos decir que los derechos humanos son una base mínima de respeto mutuo y de deberes estatales activos a través de cuyo cumplimiento se garantizan los pisos sociales para el ejercicio real de la democracia que, como todos sabemos, es mucho más que la igualdad ante la ley escrita en el papel del legislador.[9]

En la República Argentina, antes de la sanción de la Ley Nº 8871 de Elecciones Nacionales (Sáenz Peña), solo podía votar la minoría que pertenecía a los ámbitos cercanos a las familias políticas del país, por ser actos poco difundidos, violentos y excluyentes. Es decir, había un sistema con elecciones limitadas, de voto cantado y de difícil participación popular. De este sistema, Jorge Luis Borges diría:

Ese elemento operaba en la provincia también: los caudillos de barrio iban donde los precisaba el partido y llevaban sus hombres. Ojo y acero —ajados nacionales de papel y profundos revólveres— depositaban su voto independiente. La aplicación de la ley Sáenz Peña, el novecientos doce, desbandó esas milicias.[10]

Los escenarios jurídico-poéticos de 1912 eran poco respetuosos de las garantías liberales. Los ciudadanos —que la ley descarta que son todos de sexo masculino— debían tener mucho coraje si querían oponerse al régimen autoritario que habían dejado Urquiza y Mitre. Así lo hicieron los radicales, por ejemplo, que eran entonces militantes de la igualdad entre los hombres y la revolución ciudadana de crear leyes que garantizaran el cumplimiento de la Constitución de 1853 para que no fuese meramente un texto que invocan convenientemente las autoridades estatales para resguardar sus privilegios y luego es olvidado cuando ya a la administración y a los juzgados no les conviene interpretarlo.

Los derechos humanos deben ser defendidos en todo momento y no solo ser una consigna de los poderes judiciales, sino también de los legislativos y ejecutivos si es que lo que se desea es un estado constitucional de derechos humanos. Difícilmente pueda el poder judicial proveer la justicia poética que los ciudadanos parecen desear. Vivir justamente, vivir con justicia poética, va mucho más allá incluso de lo que un estado cualquiera puede hacer, porque es una relación social lo que está en juego, y el recurrir al estado en muchas ocasiones es una solución de último momento, que se utiliza cuando han fracasado previamente todas las posibilidades autónomas de gestionar una comunidad justa.

CUESTIONES DEL LENGUAJE QUE NOS ATAÑEN

Fuera de ley, mi corazón
A saltos va en su desazón.[11]

Si decimos que tanto el derecho como la poesía son fenómenos lingüísticos, vale el esfuerzo entonces preguntarse cuál es el punto de divergencia o de confluencia entre ambos conceptos, ya que a priori parecen entrelazados. Concebir al derecho como compartimiento estanco defensor del pasado y de los privilegios de quienes han llegado antes tiene su cuota de veracidad; como también lo tiene ver a la poesía en el sentido creador de Darío, como un impulso destructor de lo vetusto y como una potencia creadora que desea crear un mundo nuevo. ¿Pero esto siempre es así? ¿Acaso no concebimos poesías conservadoras y oligárquicas y no concebimos sistemas jurídicos revolucionarios? Contestemos afirmativamente: puede haber un derecho progresista y una poesía reaccionaria, lo cual complejiza el análisis y demuele la simplificación dicotómica de derecho-conservador, poesía-progresista.

El progresismo es aquello que tiende a la modificación de los valores y de las relaciones entre los hombres y las mujeres, en pos de una supuesta mejoría de aquellas. El conservadurismo implica detener el cambio de los valores y las relaciones, limitarlo, o volver a un momento anterior de las cosas. Por eso el cambio no es progresista ni conservador, sino que es un ideal que comparte toda fuerza política. Todos quieren cambiar; difícilmente se encuentre a alguien que diga «todo está perfecto», puesto que la inconformidad de los hombres, al menos en un sistema democrático de derechos humanos, haría que los votos vayan para otras direcciones dispuestas a mejorar. «Mejorar», entonces, dependerá del lado que cada uno aspire o tenga en mente como mejora.

El fenómeno reaccionario o el fenómeno del progreso han tenido aristas también poéticas en el siglo XX. El vanguardismo, el ultraísmo, el surrealismo, la poesía comprometida, el neogongorismo, han sido todas formas de ir hacia adelante o hacia atrás con ahínco en una línea temporal de determinados puntos o conexiones que hacen a la ideología o al marco conceptual (implícito o explícito) de un poeta. Por ejemplo, Enrique Banchs, en términos poéticos, ha sido quizá conservador, al igual que Miguel Hernández en sus primeros poemas, que se asemejaban al estilo de Góngora. Este conservadurismo da frutos impensados, ya que es imposible no ser contemporáneo, lo cual resulta en una combinación muy bella, en ciertos casos, de lo nuevo en formas antiguas. De la misma forma, el contenido tradicional en un verso nuevo también puede dar interesantes frutos, como ha sido la poesía primera de César Vallejo, o las experiencias de Vicente Huidobro.

Conservar y progresar, entonces, no son conceptos absolutos. Es posible conservar ciertas cosas y progresar en otras, y viceversa. El lenguaje en esto cumple un rol central, ya que es el facilitador o la forma de expresión de estos sentimientos o deseos, sean poéticos, jurídicos, poético-jurídicos o jurídico-poéticos. Estos cambios políticos no son, entonces, puramente lingüísticos, pero sí es la palabra la herramienta que forja la expresión más prístina y perdurable, más allá de las expresiones materiales o gestuales de los hombres y de las otras formas de expresión, como puede ser el cine, la música, la danza, la pintura o el teatro, por ejemplo.

LO POÉTICO-JURÍDICO O JURÍDICO-POÉTICO

Hasta ahora en este texto se han utilizado dos veces los términos poético-jurídico y jurídico-poético, una de las veces a modo de simple enumeración. La otra vez, para el primero, se refirió al contexto en el que surge la poesía del siglo XX que habla de cuestiones jurídicas, y el segundo para el derecho del siglo XX que tuvo impacto en la poesía. Esto no deja de asombrar, porque sigue imperando un lenguaje, incluso en este escrito, que tiende a imponer como primero lo que es considerado más importante en el contexto, y dejar como segunda palabra a aquel concepto que influye en el principal (sea poético o sea jurídico). Esto hace pensar en que tenemos dos caminos si queremos combinar, solo para este trabajo tal vez y de forma en extremo imprudente y anti-kelseniana, los conceptos de poesía y de derecho: a) utilizar ambos conceptos intercambiablemente; b) crear una nueva palabra o concepto que refiera más precisamente a lo que nosotros intentamos expresar.

¿Por qué este enfoque? Porque se parte, como se dijo en la introducción, de la exploración de una posición concreta: ambos fenómenos tienen más coincidencias que divergencias y han sido separados históricamente más por la práctica rutinaria que por la doctrina.[12]

Lo sustancial es que tanto el derecho como la poesía son expresiones de la palabra, de la voz, y ambas tienden, en mayor o menor medida, a cambiar el mundo, pero no en sentido total o global, sino dentro de una perspectiva local, realista, con aspiraciones concretas. El poeta desea ser leído correctamente, al igual que el legislador; el espíritu poesía desea llegar efectivamente al espíritu del lector, al igual que el espíritu de las leyes (al decir de Montesquieu) al ciudadano. Lo establecido en una norma es una prescripción de conducta que tiende a querer envolver la realidad para convertirla en algo semejante a ella; y el objetivo de un poema quizá no difiera demasiado. La primera poesía épica tendió a ser instructiva, paternalista, como la de Hesíodo (Los Trabajos y los días). También fue instructiva la de Ovidio (El arte de amar). En una canción famosa ha dicho ya Silvio Rodríguez, refiriéndose al rol del trovador que dice su poesía (comparable al legislador comprometido):

(…) si no creyera en quien me escucha,
si no creyera en lo que duele,
si no creyera en lo que quede,
si no creyera en lo que lucha,
¿qué cosa fuera,
qué cosa fuera la maza sin cantera?[13]

NUEVOS CONCEPTOS: UNA NECESIDAD IUSPOÉTICA

El concepto que estableceremos para denominar lo que tienen en común lo jurídico y lo poético será el de «iuspoética». Esto no implica igualar al derecho y a la poesía y ciegamente ocultar todas sus disimilitudes, sino enunciar el punto de conexión que hay entre el acto creativo del legislador y el acto creativo del poeta. El concepto dista de ser novedoso u original; sin embargo, verlo escrito es poco frecuente. Esto se da por una multiplicidad de razones que acá no vamos a profundizar ni pensar porque no es el objetivo del trabajo. No queremos diferenciar, sino equiparar. En otras palabras, ver el lado más sensible del derecho y ver cómo se materializa y lleva a cabo el sentido poético en la sociedad, en su veta social.

El acto iuspoético representa la poiesis que comparten los mencionados, y es una categoría superior para los subtipos que enmarca: poesía y derecho. Ahora bien, es válido preguntarse: ¿qué tienen en común que justifique la utilización de otro concepto que los una? ¿Y qué aporta esto en el marco de los derechos humanos? En principio, ambos son actos creadores que tienden a una relación social entre los seres humanos y que a través de la palabra escrita o narrada intentan tener cierto efecto en quien recibe aquel mensaje; en un caso primariamente estético, en otro caso primariamente regulador, aunque con ejemplos de límites difusos, como el mencionado caso de Hesíodo.

¿Cuántos escritos autodenominados «jurídicos» han tenido menos capacidad normativa en la vida de los hombres y mujeres que Los trabajos y días? ¿Acaso la vida no imita al arte, como dijo Oscar Wilde? ¿Puede un texto jurídico tener nula capacidad para la belleza, para el asombro, para el horror y otras posibilidades estéticas? Hay más interrogantes que certezas en estos planteos, por supuesto. Los conceptos incipientes son lámparas aleatorias y tenues en mares de oscuridad. En lo iuspoético entendamos quizá (por ejemplo) qué tiene que ver la primavera y la tristeza con la U.R.S.S.:

Veces latentes de astro,
ocasiones de ser gallina negra,
entabló la bandida primavera
con mi chusma de aprietos,
con mis apocamientos en camisa,
mi derecho soviético y mi gorra.[14]

LAS CATEGORÍAS Y LOS DERECHOS HUMANOS

Puede parecer una banalidad acaso querer entender a los derechos humanos a través de categorías meramente jurídicas, cuando a todas luces el contenido que regulan, el mundo que proponen y las fuentes materiales que los dieron a luz no son de índole técnica o científica. Es decir, la mirada creadora del derecho, la actividad legislativa, es política, no científica, por más que el estudio de lo político pueda ser científico. De esta forma, el legislador cuando crea está haciendo uso de sus facultades creativas: es el momento más poético del derecho, porque es el instante en el que el texto y la idea toman forma, surgen de la inconsistencia anterior: es el camino que recorre la poiesis.

Las categorías en el estudio del derecho han surgido en parte por el afán de los legisladores de clasificar las distintas ramas de los ordenamientos jurídicos (práctica que se remonta al Corpus iuris) y en parte por el afán clasificador del cientificismo del siglo XIX y XX, que extendió conceptos de la biología que permearon fuertemente en otras disciplinas, tales como se observa en las incidencias de la teoría de la evolución o del positivismo en la criminología y el penalismo de principios de siglo XX. Así, diversas corrientes de pensamiento o costumbres han ido moldeando a lo largo de los años al derecho latinoamericano, que tiene una fuerte impronta romanista.

En 1948, en el mismo momento histórico en que Homero Manzi y Aníbal Troilo componían Sur, en Europa (París, Francia) se declaraban universales los derechos humanos en la Declaración Universal, durante una Asamblea General de las Naciones Unidas, en un instrumento no vinculante, pero de sumo peso para la comunidad jurídica internacional. Votaron cuarenta y ocho países a favor (entre ellos Estados Unidos) y ocho países con abstenciones (entre ellos la Unión Soviética). Los estados soviéticos alegaron que la Declaración no garantizaba lo suficiente la prohibición del fascismo. Los estados occidentales opinaban que, en verdad, lo que no gustaba al bloque soviético era la libertad ambulatoria y los demás derechos individuales que proponía la DUDH. La historia nos ha contado que los estados soviéticos no intentaron promover más fuertemente el respeto por los derechos humanos, sino que intentaron coartarlos por no ser acordes a su ideología. Quizá esto advierta sobre quienes se oponen en su totalidad al reformismo argumentando la insuficiencia de la reforma, proponiendo objetivos inverosímiles.

¿Son los derechos humanos un fruto de la ideología liberal, entonces? ¿Son un fruto del capitalismo del siglo XX, que con su individualismo quiere imponer a todo el planeta sus principios de protección de la propiedad privada? Es evidente que la respuesta a esto debe ser negativa: no podemos circunscribir la dignidad humana a un puñado de corrientes ideológicas denominadas genéricamente «capitalistas», primero por lo absurdo del reduccionismo, y luego porque es menester defender la calidad de vida de las personas y el respeto entre las comunidades, sin pensar que porque estoy respetando al otro estoy a la vez haciéndolo porque defiendo cierto interés económico. La voluntad de respeto, de amor, de caridad, de altruismo, es demasiado anterior al siglo XX como para pensar que los derechos humanos son meramente aquel instrumento internacional que los consagró mundialmente. La idea de los derechos humanos preexiste a las sociedades de la Segunda Guerra Mundial, así como la dignidad, la voluntad de organizarse en paz y el respeto por el proyecto de vida del otro también la preexisten.

LAS FORMAS EN LA IUSPOÉTICA

Las formas que adquiere la palabra, si bien son distintas, cumplen roles esenciales tanto en lo poético como en lo jurídico. En lo artístico fundan el presupuesto para cierto tipo de estética (por ejemplo, en el barroco el soneto representaba un ideal de belleza poética). En lo jurídico, en cambio, al menos en Latinoamérica, el formalismo implicaría cierto «respeto» hacia las instituciones establecidas y por las costumbres sociales de tradición, que provienen históricamente de la época de la independencia de España. Otra variable es pensar la forma como un mecanismo rutinario facilitador de trámites, ya que es más sencillo para cualquier trabajador releer e interpretar modelos que descifrar la retórica de cada profesional.

Las formas no se restringen, sin embargo, meramente a lo que es de estricta cualidad escrita, puesto que existen algunas que van más allá del papel. Conocido es el traje con zapatos que usan los hombres en los juzgados y en las reuniones ceremoniales. Esta costumbre proviene de Europa, y no era ajena tampoco a los poetas del siglo XIX y XX, ya que esta era la vestimenta por defecto. Con el advenimiento de la sociedad contemporánea de consumo, esto ha ido cambiando en pos de otras ropas, como son las remeras, los jeans, las zapatillas, las sandalias, etc. En los ámbitos solemnes, el imponer otra vestimenta era, hace unos años, considerado rupturista. Hoy, sinceramente, no causa mayor indignación ni es fruto de demasiados comentarios. Incluso, una postura informal va en pos de la política interna de algunas empresas multinacionales que no están preocupadas por dar una imagen tradicional, sino que buscan lo contemporáneo. En la poesía se ha dado un proceso similar, en el cual lo que al comienzo era rupturista, hoy es simplemente popular o mainstream, lo cual genera un vaciamiento del contenido contextual que podían tener otrora las formas.

La pregunta detrás de esta discusión es: ¿la forma hace al contenido? Es posible pensar que, si un grupo de legisladores se encuentran en privado en una casa y en ejercicio de su libertad redactan un texto, diciendo «ya es ley», y luego lo tiran a la basura, es evidente que esto no habrá cumplido con las formas necesarias para ser legislación positiva en el ordenamiento argentino. ¿Podemos decir lo mismo sobre la poesía? Aquí hemos encontrado una diferencia sustancial entre ambas formas del lenguaje, puesto que si un texto jurídico tiene vocación de ser norma y no perdura, es más complicado pensarlo como la consumación de algo; mientras que más difícil aún sería probar que un efímero poema no lo fue únicamente por haber durado unos segundos. Sin embargo, en la vocación de legislar, ¿no se encuentra ya el mismo ímpetu que en la obra consumada? ¿Podemos pensar que un intento de estado ya es un estado? ¿O debemos dejar meramente el concepto para aquello que reconozca la Organización de las Naciones Unidas?

LA CERTEZA DE LOS CONCEPTOS IUSPOÉTICOS

Ya que esto no es un manual de derecho internacional público o de teoría del estado, podemos dar lugar a especulaciones limítrofes. ¿Es el estado un ente que debe estar conformado como lo conocemos actualmente (según la definición de los estados nacionales)? Una respuesta afirmativa dejaría afuera, por ejemplo, al imperio Romano. Por lo tanto, ampliemos el concepto e incorporemos a toda aquella entidad que la sociología reconozca como estatal: las ciudades-estado de la antigua Grecia, por ejemplo. Partiendo de aquello, creemos esta hipótesis: una ciudad-estado que duró meramente unas semanas, ¿fue esa menos ciudad-estado que Atenas? Durante esas semanas, evidentemente tuvo la misma jerarquía.

Entonces, pensemos ahora: ¿una norma que duró unas semanas fue menos que una que duró diez años? ¿Y no tendrían incluso más importancia esas semanas si fueran hoy, y más todavía (comparativamente) si aquellos diez años hubieran sido hace siglos? De modo que la duración de algo no puede ser la única variable para establecer su marco categórico, ni mucho menos para definir a priori la importancia de su existencia. Por eso, tal vez, sea posible pensar en normas breves o «micronormas», de las que abundan, las que se generan en las mesas, las que surgen despojadas de solemnidad y como impulso de la voluntad de organizar y de crear que tienen un conjunto de personas en un momento particular: la vocación iuspoética, no tan alejada ni del arte ni del estado.

Entender y querer explorar la unión de ambos conceptos (arte y estado) llevaría décadas de investigación y estudio, y los resultados serían variopintos, con la inevitable tentación de caer cada tanto en el acercamiento académico más abordado, que es el del mecenazgo y del uso pragmático de diferentes artistas por parte de los príncipes medievales, o de los reyes de Europa, o de los totalitarismos. No obstante, la relación entre obras artísticas y obras de gobierno abundan. Sin ir más lejos, en el Obelisco de Buenos Aires está inscripto un poema de Baldomero Fernández Moreno que dice:

¿Dónde tenía la ciudad guardada
esta espada de plata refulgente
desenvainada repentinamente
y a los cielos azules asestada?

Ahora puede lanzarse la mirada
harta de andar rastrera y penitente
piedra arriba hacia el Sol omnipotente
y descender espiritualizada.

Rayo de luna o desgarrón de viento
en símbolo cuajado y monumento
índice, surtidor, llama, palmera.

La estrella arriba y la centella abajo,
que la idea, el ensueño y el trabajo
giren a tus pies, devanadera.[15]

La importancia de comprender el vínculo entre organización social y arte reside en que, detrás de toda apariencia y protocolización, el fundamento ético y estético de la vida es algo que se comparte, que va y viene, y que no es potestad exclusiva de una sola disciplina, rama o casa de estudios. Los programas de estudio son variantes, puesto que los descubrimientos abundan cada año, se crean nuevos trabajos con renovadas perspectivas que alumbran partes insospechadas de la realidad. A su vez, nuevas creaciones surgen. No hubiera sido posible una historia de la literatura argentina en el siglo XVI, por ejemplo.

Las micronormas, entonces, podrían ser una forma de interpretar aquellas pequeñas costumbres que surgen y tienen sentido vinculante para un grupo, siendo algo ajeno a lo moral pero no entendible como derecho en el sentido tradicional de lo jurídico. El filósofo Julio Montero hace referencia habitualmente al concepto de «derechos morales», concepto que tiene una implicancia no suficientemente remarcable si lo que intentamos abordar son los derechos humanos en sentido no estrictamente positivo.

LOS DERECHOS HUMANOS Y EL POSITIVISMO

A grandes rasgos (y simplificando de una forma obtusa, pero útil) podemos pensar que existen dos grandes formas de interpretar los derechos humanos:

  1. Como una serie de tratados y disposiciones internas (derecho positivo).
  2. Como la garantía de que cada ser humano tendrá derecho de vivir de acuerdo con sus posibilidades dentro de un marco de respeto por su vida y persona sin ser ultrajado, disminuido, torturado, esclavizado, violentado o coartado por razones de sexo, edad, religión, nacionalidad, etnia, pensamiento político, etc. (derecho moral).

Cuando A y B coinciden el problema es meramente teórico. Sin embargo, cuando no lo hacen, se convierte en un problema material: ¿tienen derecho moral las personas de exigir sus derechos humanos cuando no viven en un marco que los considere? Supongamos que existe un estado que no ha ratificado ningún tratado en absoluto. Un positivista diría que tales derechos no existen. El profesor y filósofo Eugenio Bulygin, emérito de la Universidad de Buenos Aires, ha dicho que los derechos humanos son «magia», entendiendo por esa palabra algo así como un «discurso no racional», lo cual nos plantearía posteriormente el interrogante de qué es lo racional o no. Esta posición es equivalente a la de Hans Kelsen, máximo exponente del positivismo jurídico. Bulygin a su vez ha asegurado que, cuando los jueces se encuentran con un derecho injusto, causado por una aparente «laguna del derecho» (que en verdad no existiría, porque todo estaría según cierta doctrina «prohibido» o «permitido»), tienden a hacer «triquiñuelas» para vulnerar el sistema y violar el principio de que los jueces no pueden crear derecho.

Ahora bien, ¿qué pasaría cuando existe una flagrante violación a los derechos humanos de una persona que el derecho consiente? ¿Si un juez detuviera una ultrajante tortura, sería un hacedor de «triquiñuelas»? ¿Pueden los jueces abstenerse del uso de la moral en todas sus formas? ¿No es acaso moral la que se exige en primer lugar para obtener un cargo de juez? ¿Cómo se entiende esta contradicción? ¿Puede haber alguien que llegue a juez siendo moral y una vez en el cargo se desprenda de sus valores como si estos fueran un saco viejo? ¿Quién le prohíbe a un juez modificar el derecho?

Estos interrogantes desbordan las posibilidades de este escrito. En el sistema argentino, sin embargo, los jueces no pueden alegar oscuridad o insuficiencia del derecho para resolver un caso, lo cual los devuelve a la no aplicación de «vacíos jurídicos». Que el derecho es siempre consistente y completo es un presupuesto jurídico (una suerte de ficción legal), y siempre debe suministrar una única solución para cada problema (lo cual es otra ficción, porque la jurisprudencia en cualquier materia demuestra que con los vaivenes políticos cambian las decisiones judiciales).

Partiendo de estas ideas, ya sabemos que para el positivismo no habría lugar para la poesía dentro del derecho, sino que el derecho es una forma «pura» (signifique lo que eso signifique) de conocimiento o de estudio, independiente de la política, la sociología, la matemática y, por supuesto, independiente del arte. ¿Pero es el derecho independiente de la teoría del derecho? Podríamos afirmar que no, puesto que la teoría del derecho es precisamente la obra de Kelsen. ¿Y es la teoría del derecho independiente de la filosofía? Digamos que no, puesto que es intercambiable el término «teoría» con «filosofía». ¿Y es acaso la filosofía independiente de la literatura? Jacques Derrida ha afirmado que la filosofía es una forma más de la literatura. Del mismo modo, ha habido filósofos que simplemente expresaron sus métodos a través de obras literarias, como Voltaire. «De lo que no es posible hablar, mejor es callar», dijo otro filósofo que, sin embargo, era admirador de Søren Kierkegaard: un hablador de lo imposible.

LA INTERPRETACIÓN DE LA IUSPOÉTICA

El camino de la lectura ha demostrado que las palabras no pueden comprenderse de forma aislada, sino que es necesario recurrir a fuentes externas como otras personas, otros textos, los diccionarios, internet, etc. De ese modo, difícilmente podamos creer que, si para entender un texto simple ese mismo texto no basta, para entender un ordenamiento jurídico sea simplemente suficiente leerlo, sin entender qué significan los conceptos de jerarquía, norma, moral, libertad, justicia, nación, estado, persona, derechos humanos, y así.

El estadounidense James Boyd White en su libro The Legal Imagination[16] postuló que las fuentes literarias son esenciales para entender la semántica de los textos jurídicos, que no remiten únicamente a otros textos jurídicos, y por esa misma razón convocan a peritos para descifrar materias por fuera del conocimiento de los abogados. La idea de «crear derecho» es relativamente reciente en la historia de la humanidad, y ha generado frustraciones en quienes ven que no se cumple en la «práctica» o en la calle lo que las normas prescriptas. Sin embargo, también es sorprendente que exista cierta voluntad de crear y hacer respetar normas para producir una sociedad más justa, lo cual debemos a su vez considerarlo y agradecerlo. Incluso podríamos pensar en dos impulsos contrapuestos, el de «juridicidad» y de «ajuridicidad» (o civilización y barbarie).

Ronald Dworkin ha dicho: «Propongo que podamos mejorar nuestra comprensión del derecho comparando la interpretación legal con la interpretación en otros campos del conocimiento, particularmente con la literatura». Lo que Dworkin quería decir es que no es la interpretación del derecho una cuestión aislada, sino que está directamente relacionada con la interpretación de otro tipo de textos, de otros ámbitos. De ahí la importancia de las etimologías, que muchos asignan a las palabras de origen latino o romano para explicar instituciones jurídicas que hoy persisten vigentes, con más o menos cambios, en ordenamientos contemporáneos.

Quizá no sea el derecho meramente un conjunto de disposiciones enteramente lógicas, prácticas y aplicables directamente, sino que incluya tal vez atisbos de deseo, esperanza, humor, profundidad ética y ansia comunitaria, tal como es posible apreciar en el Preámbulo de la Constitución de la Nación Argentina de 1853 para quien pueda leerlo con esa carga histórica.

¿UN SISTEMA JUDICIAL DISTINTO?

Si imaginamos una iuspoética posible, entonces tendríamos que imaginar, consecuentemente, poetas-abogados o abogados-poetas (el orden no es relevante a los fines de la aplicación) posibles que interpretaran y aplicaran las normas a los casos concretos. Para poder considerar a la poesía como un factor de influencia en el derecho, debemos tener cuidado al utilizarla como fuente directa, ya que una pretensión inevitable es la de limitar el poder de los jueces para que estos no puedan decidir arbitrariamente según su gusto diario diferentes soluciones para casos idénticos. ¿Cuál sería el rol de la poesía en la cuestión práctica profesional, entonces? Las reformas procesales imaginadas no serán tratadas por no poder profundizar lo suficiente en este escrito, pero vale la pena dejar planteado el interrogante a simples rasgos. ¿El concepto de justicia es de exclusiva interpretación de los jueces? ¿O será el legislador el que deba hacer justicia, puesto que los jueces serían meros autómatas aplicadores de la voluntad del legislador?

Las respuestas serán distintas según la concepción del derecho de la que se parta, o según el destino que quiera darles el mismo legislador a las normas, ya sean las de fondo o las de forma que permiten o anulan posibilidades de analogía, por ejemplo, entre otros mecanismos que en la cuestión judicial liberal el campo de juego para que pueda correr la interpretación judicial o, lo que es lo mismo, la voluntad de la persona que fue nombrada con un cargo estatal jurisdiccional.

EL CANTO GENERAL DE PABLO NERUDA

Pablo Neruda (1904-1973) creó una obra sumamente interesante, compuesta en quince secciones, separada en doscientos treinta y un poemas: el Canto General. Esta épica, con ilustraciones de Diego Rivera y David Siqueiros originalmente, la cual el autor consideraba su magnum opus, fue compuesta a lo largo de doce años y publicada en 1950 en México (y luego en Chile, clandestinamente). En ella, Neruda se sumerge de lleno en la cuestión local, pero sin dejar de mirar lo general, para ir desde las culturas precolombinas hasta las disputas con EE.UU., sin dejar de lado la independencia de los estados latinoamericanos. El Canto General, con claras influencias de Walt Whitman y de su verso libre, viene a representar una historia del continente desde una óptica naturalista, realista, con tintes nacionalistas y socialistas, pero a la vez universalistas, abogando por una lucha en pos de la liberación de América Latina de otros estados, para constituirse en un territorio de iguales.

Esta publicación ha sido incluso inspiración para músicos (como Los Jaivas o Víctor Heredia) y recorre abundantemente en sus palabras las culturas no europeas de América, sobre todo la incaica. El expansionismo español es visto sin prejuicios, no sin antes recorrer la América profunda y natural, que preexistió al hombre. Así, la obra comienza de esta forma:

Antes que la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas planetarias.[17]

Neruda recorre con su poética no solo los costados luminosos de América, por supuesto, sino que también hace foco en las violaciones a los derechos humanos, tales como hoy los entendemos, que han existido a lo largo y ancho del territorio. Es así como, por ejemplo, se describe el castigo español a los nativos y a los descendientes de los pueblos originarios, que poseen un lugar postergado en la historia. En el territorio de Chile se hace foco particular en la cuestión minera: en la extracción de minerales con mano de obra extremamente precarizada o directamente esclava con el objetivo de aumentar el patrimonio del dueño de las minas, en un capitalismo de materias primas que responde a una metrópoli extranjera, que las exige.

No se limita, sin embargo, a lo económico en la poética, porque también recorre el nacimiento de los estados latinoamericanos, que son hechos coincidentes con sus respectivas independencias de la metrópoli española o portuguesa. Por razones obvias se enfatiza el acontecer chileno, pero no se deja de mencionar a Bolívar, a San Martín o a Artigas. En el concepto de guerra independentista de Neruda, la lucha popular es un elemento clave. Cabe considerar si sería posible hoy emprender un camino similar al decimonónico sin sangre, sin violaciones a los derechos humanos. ¿Cumpliría en este devenir hipotético un rol fundamental el derecho internacional público? La respuesta no la sabemos, pero Neruda así retrató la creación de la nacionalidad chilena:

Están así hasta hoy nuestras banderas.
El pueblo las bordó con su ternura,
cosió los trapos con su sufrimiento.
Clavó la estrella con su mano ardiente. Y cortó, de camisa o firmamento,
azul para la estrella de la patria.
El rojo, gota a gota, iba naciendo.[18]
 
 

El nacimiento de los estados (que son metaforizados como banderas), es decir, de las identidades nacionales, es mostrado como el resultado de una lucha. Si bien la imagen que da es violenta, es también realista, y evidencia que, en el surgimiento de los estados latinoamericanos, los derechos humanos fueron violados como costumbre. ¿Podría haber habido otro tipo de independencia?

Más allá de las cuestiones particularmente universales, el libro también aborda las realidades contemporáneas. Fue escrito durante la década de 1940 y estuvo marcado por el viraje anti-comunista del presidente Gabriel González Videla en 1948, dos años antes de la publicación. Como Neruda era comunista y había apoyado electoralmente al presidente electo, se sintió traicionado, causa de muchos versos del libro. Esto provocó que Neruda pasara a la clandestinidad, por causa de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, sancionada el 3 de septiembre de 1948. Por causa de esta norma, se prohibió a todo afiliado al Partido Comunista de Chile participar de la vida política del país, a la vez que se quitó ipso iure de los cargos a todo comunista que estuviera ocupando cualquier puesto de empleado a nivel nacional o municipal, exceptuando los senadores y diputados con fueros, que fueron perseguidos o desbancados por sentencia judicial.

Para narrar esta realidad, Neruda escribió:

Ellos se declararon patriotas.
En los clubs se condecoraron
y fueron escribiendo la historia.
Los Parlamentos se llenaron
de pompa, se repartieron
después la tierra, la ley,
las mejores calles, el aire,
la Universidad, los zapatos.

Su extraordinaria iniciativa
fue el Estado erigido en esa
forma, la rígida impostura.
Lo debatieron, como siempre,
con solemnidad y banquetes,
primero en círculos agrícolas,
con militares y abogados.

Y al fin llevaron al Congreso
la Ley suprema, la famosa,
la respetada, la intocable
Ley del Embudo.
Fue aprobada.

Para el rico la buena mesa.

La basura para los pobres.

El dinero para los ricos.

Para los pobres el trabajo.

Para los ricos la casa grande.

El tugurio para los pobres.

El fuero para el gran ladrón.

La cárcel al que roba un pan.

París, París para los señoritos.

El pobre a la mina, al desierto.

(…)[19]

La «Ley del Embudo» es aquella que sienta evidentes injusticias, a las cuales basta analizar superficialmente para darse cuenta de que son tales. Estos versos, fragmentos de un poema más largo, explican el sistema oligárquico de representación que entabló el gobierno de Gabriel González Videla electo en 1946, en donde la libertad de votación estaba acotada por la ausencia de formación e información de la cual disponían los ciudadanos, sumado a que las mujeres no podían ejercer ese derecho político.

Finalmente, Neruda debió exiliarse pese a tener mandato como Senador Nacional de Chile hasta 1950, y fue esa la causa de que el Canto General haya sido publicado en México, país que ha recibido a lo largo de su historia a numerosos exiliados del cono sur. Podría volver el 12 de agosto de 1952, luego de vivir en Italia y publicar Los versos del capitán. Luego vendrían para él los años de la Universidad de Chile, los años de Oxford y París, los del Premio Nobel de Literatura y el breve tiempo de Allende.

No obstante, el Canto General, en el marco de la iuspoética, prueba ser no solo una forma de denuncia de violaciones a los derechos humanos como hemos visto, sino que también crea una estética que permite el impulso necesario de transformación social que se precisa para promover el establecimiento profundo de los derechos humanos y su consecuente arraigo en las costumbres de los latinoamericanos. Así, dice:

Está mi corazón en esta lucha.
Mi pueblo vencerá. Todos los pueblos
vencerán, uno a uno.

Estos dolores
se exprimirán como pañuelos hasta
estrujar tantas lágrimas vertidas
en socavones del desierto, en tumbas,
en escalones del martirio humano.
Pero está cerca el tiempo victorioso.
Que sirva el odio para que no tiemblen
las manos del castigo
que la hora
llegue a su horario en el instante puro,
y el pueblo llene las calles vacías
con sus frescas y firmes dimensiones.

Aquí está mi ternura para entonces.
La conocéis. No tengo otra bandera.[20]

CONCLUSIÓN

La realidad latinoamericana es rica y ruda. En su literatura y en sus derechos humanos nos deja ver múltiples perspectivas que alumbran las distintas vidas que habitan y habitaron este territorio. La interpretación de la iuspoética, concepto que nos hemos permitido desarrollar, es solo una de tantas aristas de esta realidad: concepto cercano (pero a la vez desconocido) que quizá nos permita interpretar nuevos caminos o crearlos, siguiendo la línea democrática que existe en la organización política local, la cual debe tender hacia la pacificación de las luchas todavía existentes, para el mayor florecimiento de la poesía y, sobre todo, del derecho como vía pacífica de resolución de conflictos.

Pensar todos estos problemas y posibles soluciones implica cierto compromiso para luego asumir actitudes que sean coincidentes y concordantes con el pensamiento que se ha sabido construir. Esta tarea no es fácil: se fracasa a menudo, y nadie tiene la vara del éxito ni puede marcar con palabra final quién ha podido realizar mejor sus ideales, puesto que estos cambian con el tiempo, incluso dentro de la misma persona y del mismo curso de acción política o ideológica. Persistir en equivocaciones probadas como tales es de una necedad poco elogiable. La coherencia solo es una virtud a veces.

La poesía nacerá de cualquier forma. El derecho justo, no. Debemos ayudarlo, principalmente a través del pensamiento interdisciplinario y de la generación de consensos para que la sociedad en la que vivimos cada día se parezca más a la sociedad en la que queremos vivir, y a la sociedad que pensamos con suma alegría legarles a las personas que nos sucedan en estos puestos, estas tierras, estas ideas…

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[1] Abogado (UBA), Diploma de honor. Director de OLEGISAR.

[2] Nota de edición: Este trabajo fue escrito en el año 2018, antes de OLEGISAR, en el contexto de un curso sobre historia del derecho en la Universidad de Buenos Aires y hoy (septiembre de 2022) lo leo casi como si fuera ajeno. Sin embargo, me pareció que publicarlo convenía para mostrar un camino recorrido, dar un cierre a una versión del texto y comenzar nuevos trabajos con otros enfoques.

[3] Por supuesto que es un plazo demasiado ambicioso, que abarca desde el tiempo de Evaristo Carriego hasta Nicanor Parra, de Bartolomé Mitre hasta Raúl Alfonsín, de Macedonio Fernández hasta Juan Gelman, pero solo vamos a tratar de dar vistazos a todo el panorama, mientras pensamos por qué Carlos Nino y César Vallejo podrían ser, después de todo, «no tan distintos» (por citar imprudentemente aquella canción de 1987).

[4] 1905.

[5] Letanías de nuestro Señor Don Quijote, Cantos de vida y esperanza, Rubén Darío, 1905.

[6] Discurso de Leopoldo Lugones en el centenario de la batalla de Ayacucho, donde defiende la injerencia de las Fuerzas Armadas en el sistema político, Leopoldo Lugones, 1924.

[7] El amacijo, Misas Herejes, Evaristo Carriego, 1908.

[8] Código Civil y Comercial de la Nación, Ley 26.994/2014.

[9] https://www.un.org/en/global-issues/human-rights#:~:text=Human%20rights%20are%20rights%
20inherent,and%20education%2C%20and%20many%20more.

[10] Evaristo Carriego, Jorge Luis Borges, 1930.

[11] Frase, Mundo de siete pozos, Alfonsina Storni, 1934.

[12] Si hiciéramos una lista de todos los juristas/diplomáticos/funcionarios-poetas de la historia (con perdón por el uso poco convencional del lenguaje), habría que mencionar a Platón, Cicerón, Michel de Montaigne, Thomas Hobbes, Voltaire, Benjamin Franklin, Johann von Goethe, Juan Bautista Alberdi, Leandro N. Alem, Macedonio Fernández, Homero Manzi, Hans Kelsen, Carlos Cossio, Nicolás Guillén, Carlos Fuentes, entre muchos otros, para llegar, por qué no, a los contemporáneos Julián Axat y Guido Croxatto.

[13] La maza, Unicornio, Silvio Rodríguez, 1979.

[14] Primavera tuberosa, Poemas humanos, César Vallejo, 1939.

[15] El Obelisco, Baldomero Fernández Moreno, 1936.

[16] «La imaginación legal», James Boyd White, 1973.

[17] Amor América, La lámpara en la Tierra, Canto General, Pablo Neruda, 1950.

[18] Cómo nacen las banderas, La arena traicionada, Canto General, Pablo Neruda, 1950.

[19] Promulgación de la Ley del Embudo, La arena traicionada, Canto General, Pablo Neruda, 1950.

[20] El pueblo victorioso, La arena traicionada, Canto General, Pablo Neruda, 1950