Por Tomás Arreche
El rol de la legislación en el mundo contemporáneo
No resulta necesario realizar un análisis sociológico o político demasiado profundo para dar cuenta del estado de crisis en que se encuentran los sistemas de gobernanza actuales alrededor del globo. Crisis, en gran medida, de representación y legitimidad para el tratamiento de las problemáticas que adolecen al mundo contemporáneo: es el caso de la inacción climática; la escasa voluntad política de proveer a la equidad sanitaria por parte de los países más desarrollados respecto de los que se encuentran “en vías de desarrollo”, concepto difícil si los hay de definir; y la concentración cada vez más profunda de la riqueza, y el consecuente aumento de la desigualdad. Todas ellas, problemáticas urgentes y complejas.
Sin embargo, es un ejercicio en demasía inútil y pretencioso el de intentar dar con un diagnóstico, sin pensar siquiera en la posibilidad de formular al menos un atisbo de reflexión No es mi objetivo hablar de “respuestas”, ya que considero que pensar en términos de “solución” al hablar de problemáticas del estilo es demasiado arriesgado. Resulta aclarador pensar, en este sentido y como es usual, en la importancia que adquieren entonces los mismos sistemas de gobernanza. Es decir, los propios órganos legislativos, ejecutivos y, por qué no, judiciales, que se ven afectados por la escasez de legitimidad anteriormente mencionada.
Es menester mencionar los tres poderes del republicanismo clásico, en tanto, de una forma u otra, todos ellos tienen la posibilidad de formular “leyes” en sentido amplio. El Poder Legislativo, a partir de la sanción de leyes en sentido estricto; el Poder Ejecutivo, respecto de los Decretos; y el Poder Judicial, a partir de la producción de Jurisprudencia que, en el caso de lo dictaminado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, resulta de aplicación obligatoria para los demás tribunales de Justicia.
La legislación, entendida como una tarea creadora que tiene por fin inmediato regular la conducta de las personas, cobra entonces un papel central en la generación de respuestas a estas problemáticas. Puede resultar paradójico, entonces, que sea a partir de la eficacia de la regulación positiva que los sistemas mencionados posean mayor o menor legitimación social. En este sentido, y adentrándonos en el tópico que pretende tratar este artículo en particular, es que podemos empezar a hablar de un concepto fundamental en materia legislativa, que es el Orden Público. Para ello, se utilizará particularmente el trabajo académico del Dr. Eduardo A. Pérez Llana, “La noción de orden público en el derecho privado positivo”[1].
Esferas del ordenamiento
En el Derecho privado positivo (esto es, el conjunto de normas jurídicas válidas que regulan relaciones jurídicas entre sujetos iguales, sin distinción alguna) han subsistido históricamente dos esferas limítrofes que podríamos denominar individual, por un lado, y social, por el otro. La primera, la de la autonomía de la voluntad –también referida como ámbito contractual– incluye las cuestiones que pueden ser libremente pactadas por las partes en el marco de un consenso mutuo. La segunda, la del orden público, constituye, al menos en lo inmediato, un límite para la anterior, a partir de la exclusión de ciertas cuestiones del ámbito contractual, en atención al valor que representan para los individuos y para la sociedad en su conjunto.
En relación a lo que significa la legislación en este orden, se ha sostenido que “las leyes de orden público son imperativas, no negociables y en el orden social se imponen de forma irrevocable con el objeto de conservar progresivamente el sistema social establecido, limitando el ejercicio de los derechos individuales y sociales (Depetris Eduardo, 2014)
De lo que se desprende no sólo del artículo 14 de la Constitución Nacional (principio de reglamentación) sino también del artículo 12 (orden público), 279 (el objeto del acto jurídico no debe ser prohibido o imposible) y 386 (nulidad absoluta de actos que contravienen el orden público) del Código Civil y Comercial de la Nación, es que podemos pensar en una doble finalidad de la normativización del denominado orden público:
- Por un lado, y en el orden de evitar el abuso en el ejercicio de un derecho que en un principio podríamos situar dentro de la esfera de la autonomía de la voluntad, prevenir y prohibir determinadas conductas que dañen a un tercero o a la sociedad toda;
- Por otro lado, es pasible de entenderse al orden público como una forma de mantenimiento del status quo, la conservación progresiva del sistema social establecido, en cuyo caso el orden público funcionaría como garantía absoluta de la seguridad jurídica.
Realizando un breve análisis doctrinario de esta última interpretación posible, es que resultaría de aplicación la doctrina de Salvat, quién manifiesta que la noción de orden público resulta de un conjunto de principios de orden superior (políticos, culturales, económicos) a los cuales una sociedad considera estrechamente vinculada la existencia y conservación de la organización social establecida. Sin embargo, es de destacar que en general las corrientes actuales no entienden al orden público como un “conjunto de principios”, sino como una especie de manto protector del orden jurídico.
Eduardo Pérez Llana entiende en este sentido, que “orden jurídico” y “orden público” son conceptos distintos, que funcionan juntos, en tanto uno es función del otro. El orden jurídico es asimilable al ordenamiento positivo, es decir, conjunto de normas que rigen en un Estado en un momento dado. Mientras tanto, el orden público es entendido por el autor como una garantía estatal de estabilidad de un cierto orden jurídico. Volvemos, entonces, a la segunda interpretación posible del concepto, que trataré más adelante.
Tal como afirma Levi, es posible pensar, además, que el orden público no es un concepto jurídico, sino fundamentalmente un concepto político, porque “representa el objeto de todo orden jurídico”. Esta no debe entenderse como una tercera interpretación posible respecto de la finalidad del orden público, sino fundamentalmente como una invitación a pensar desde otro ángulo no sólo a la legislación de orden público, sino a las leyes en su conjunto. Y la verdad es, que resulta acertado pensar al orden público como concepto político, en tanto el contenido de las mismas leyes de orden público (aquellas que conllevan una protección estatal inviolable) es pensado por el Poder político. Es decir, por el Gobierno y los Legisladores.
Dichas leyes poseen, por la naturaleza de su contenido, un grado de imperatividad tal que hace de su cumplimiento un factor decisivo a la hora de proteger la Seguridad y el Bien Común. Cabe aclarar que, tal como existen leyes de Orden Público, existen leyes que no pertenecen a esa esfera, y es que la imperatividad de la Ley y la protección que el Estado les provee, si bien existente en todos los casos, no es siempre de un mismo grado: hay ocasiones en las que el Poder político juzga que no es imprescindible proteger en forma particular una regla determinada, ya que, aunque la conducta no se ajuste a ella, no sufrirían de forma notoria la Seguridad o la Justicia
Esto no significa que existan leyes diseñadas, debatidas y sancionadas con el objeto de no ser controladas, o cuyo cumplimiento no es obligatorio. Por el contrario, toda ley debe, en rigor, tender al ordenamiento del bien común y es de obligatorio cumplimiento. Sin embargo, hay casos en que la Justicia puede alcanzarse al margen de una ley concreta, flexibilizando de esta manera el arbitrio estrictamente público y maximizando la esfera de la autonomía de la voluntad.
Ahora bien, teniendo en cuenta que el orden público puede ya ser esbozado como la garantía estatal que hace a la estabilidad del sistema social establecido, otorgando fuerza (es decir, mayor grado de imperatividad) a determinadas leyes consideradas de fundamental cumplimiento, y el consecuente logro de ciertos ideales como son la Justicia y el “Bien Común”, cabe conceptualizar entonces el fin del orden público.
Bien común e interés general
El bien común, concepto largamente discutido, puede ser definido a través de la concepción humanista de Delos como aquel “conjunto organizado de las condiciones sociales gracias a las cuales la persona humana puede realizar su destino natural y espiritual”.
Siches, en un tono profundamente individualista, establece por otro lado que el bien común es la sumatoria de los bienes individuales. Así es que el Prof. Pérez Llanas establece la siguiente dicotomía, a partir de la reflexión sobre a quién/es le corresponde realizar el bien común:
- Si el bien común es el producto de la sumatoria de los bienes particulares, resulta obvio que no le corresponde al Estado realizar el bien común;
- Si el bien común parte de la ordenación de dichos bienes particulares, es indudable que es tarea del Estado realizarla.
Cabe en este punto realizar una consideración que, aun siendo de tipo personal, resulta fundamental. Y es que la probabilidad de obtención de los bienes particulares parte siempre del contexto del individuo, contexto a su vez regulado por el Estado, entre otros entes (como puede ser el Mercado en sus justas medidas), por lo que cabe pensar que nunca la obtención de los bienes particulares podrá ser de responsabilidad exclusiva y única de los particulares.
Más allá de ello, en razón de la ordenación de los bienes particulares es que el Estado ha de abstenerse de intervenir cuando los individuos mismos, aislados o asociados, fueran capaces de llegar por sus propias fuerzas al establecimiento de relaciones regulares y estables. De esto trata, en gran medida, la importancia atribuida no sólo a la esfera de la autonomía de la voluntad de los sujetos, sino fundamentalmente a su unión para la consecución de fines comunes. Sin embargo, es de destacar que el rol del Estado nunca es del todo pasivo, y es en el reaseguro de las condiciones garantistas de la dignidad de la persona que el Estado actúa de forma activa, promoviendo regulaciones del orden público.
Ejemplo resulta, en materia contractual, lo dispuesto por el art. 962 del CCyC, que establece que las normas legales relativas a los contratos son supletorias de lo pactado por las partes, a menos que de su modo de expresión, contenido o contexto, resulte su carácter indisponible. Figura similar es la que recoge el código en su art. 17, relativo a la disposición del propio cuerpo. En un sentido más bien restrictivo, la Ley permite a la persona humana tomar todas las decisiones tendientes a una libre disposición del propio cuerpo siempre y cuando se respeten determinados valores considerados de fundamental cumplimiento (afectivo, terapéutico, humanitario, etc…).
En suma, puede advertirse que el Orden Público es, además de una categoría legislativa especial, un estado de cosas, caracterizado principalmente por la limitación a las libertades de los individuos. Es en dicho estado de cosas que el Estado, sus funcionarios y representantes electos, considera que la sociedad toda puede realizarse sin afectar los derechos de un otro. Por ello es de destacar que, en general, la legislación de Orden Público trata sobre tópicos que afectan a la sociedad en general, y al ejercicio de derechos y obligaciones que se escapan del ámbito estrictamente individual, protegido por el art. 19 de la Constitución Nacional.
Pensar el Orden Público es repensar los objetivos últimos de una sociedad y el Estado. Es en esa tarea, colectiva si las hay, que el Derecho debe poder dar respuestas a problemáticas urgentes que afectan ya no a “individuos sin distinción”, sino a comunidades enteras; a demandas históricas complejas que en la mayoría de los casos descansan (o trinan) en el imaginario colectivo, sin una recepción adecuada en la legislación. Tantas veces reinterpretado, y sin ánimos de constituir definición determinante, el Derecho pasa de ser un mecanismo inerte y frío de regulación conductual, a ser instrumento de verdadero cambio: prueba de una conexión profunda e irrefutable entre la Ley y la Política.
[1] Pérez Llana, E. (2020). La noción de orden público en el derecho privado positivo. Revista De La Facultad De Ciencias Jurídicas Y Sociales. Nueva Época, (12), 157-177. https://doi.org/10.14409/ne.v0i12.9825