Por Tomás Arreche

La economía global se encuentra en un complejo proceso de reestructuración de su sistema productivo y financiero. Cierto es que aquellos países de amplia base primarizada y con una industria poco desarrollada ya contaban con profundos problemas económicos antes de la llegada de la situación pandémica por COVID-19 (desde escaso agregado de valor a sus cadenas productivas hasta necesidades de reestructuración de deuda de forma urgente). Este es el caso de Latinoamérica, una región cuyo índice de desarrollo humano se encuentra estrechamente ligado a una economía exportadora de materias primas (dependiente del proceso de recesión de la economía en general, y baja de precios de commodities en particular) y productora de un porcentaje relativamente bajo de manufacturación industrial.

Considero que, a los efectos de explicar de manera clara y concreta el que creo que es uno de los mayores obstáculos de la región para alcanzar el famoso «desarrollo», es preciso mencionar un concepto de la escuela económica de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) que resulta de gran utilidad para entender la dependencia de la región hacia los capitales extranjeros: la restricción externa.

Mi propósito no es explicar dicho concepto en profundidad, sino mencionar sus bases teóricas: hace referencia a una necesidad especial, estructural, de América Latina de recibir capital extranjero (dólar estadounidense, por ejemplo) para hacer frente a la compra de maquinaria industrial manufacturada en el exterior; para generar un respaldo de valor a las propias monedas nacionales; para hacer frente a sus responsabilidades crediticias; y, en definitiva, para permitir el movimiento del capital interno en favor del crecimiento de las economías nacionales (ver Prébisch).

Esta condición especial de la región se profundiza a medida que los precios de las materias primas fluctúan, y más en situaciones de crisis como la actual: mientras la región mantenga una estructura productiva altamente primarizada, será difícil poder consensuar políticas efectivas de desarrollo. Sólo en Argentina, lo producido por la cadena agroalimentaria representa el 59% de las exportaciones de bienes, según FADA. Esto supone una alta dependencia a los ingresos generados por dicho sector, cuyos precios suelen ser volátiles. Es por lo expuesto que la decisión de industrializar una economía conlleva necesariamente una fuerte convicción política. Repito, porque creo que es fundamental: la industrialización de una economía conlleva una fuerte convicción política, y más en el contexto de una región abocada a la exportación de materias primas desde tiempos coloniales.

Y es que es preciso pensar en el Estado como el actor más importante de los movimientos y los procesos económicos, sean estos de crecimiento o no. Pongamos esta idea en forma de, aunque sea burda, metáfora: es dable pensar que el sector privado es el motor de dicho crecimiento, pero un motor no puede ponerse en marcha sin el combustible, sin el incentivo necesario. De la misma manera, un Estado sin políticas públicas pensadas sobre la base de ciertos consensos básicos es un mero obstáculo burocrático, una traba al desarrollo.

Claro que resulta inocente en demasía creer que los procesos de generación de políticas públicas son simples: nada más alejado de la realidad. Sin embargo, resulta necesario, por lo menos, reflexionar sobre el rol del Estado aún desde las perspectivas más tradicionales u ortodoxas. Aún en estas plataformas ideológicas, el Estado sigue siendo un actor fundamental, puesto que se plantea como necesaria la disminución de su accionar, y esto, más allá de cualquier posición valorativa, no es posible si no se sucede sobre la base de una decisión política. Es decir, que el Estado lleve adelante políticas de privatización o tercerización, o por el contrario, políticas de consolidación del sector y el gasto público, es una cuestión voluntaria de los actores que lo conducen. Es erróneo, e incluso vergonzoso, creer que el Estado es un ente que se autoconduce en una abstracción absoluta de la realidad social. Incluso las políticas públicas que nacen de ciertos consensos básicos no quedan exentas de la revisión continua y puntillosa de los funcionarios que cada cuatro años se suceden, como ya hemos visto en la historia reciente. En ese sentido, el desprestigio de la política como herramienta de transformación resulta un mero discurso, electoral, vacío de toda utilidad y/o sentido práctico.

Sabiendo que América Latina tiene estas condiciones especiales, limitantes absolutas del crecimiento económico y el desarrollo, es que podremos observar cuáles son las posibles soluciones. Claro es que cada cambio de paradigma político respecto a esta cuestión conlleva una carga importante de resistencia por parte de cierto sector que se ve beneficiado por la especulación dentro del sistema financiero (bancos financieros, bonistas, instituciones crediticias de gran porte), y por otro que concentra capital productivo (grandes empresas especialmente abocadas a la producción y comercialización de materias primas). Incluso, conlleva resistencia por gran parte de la sociedad que se ve de alguna manera reflejada en los discursos hegemónicos, tal vez a partir de su deseo, consciente o no, de pertenecer al sector que produce dicho discurso.

No es grato saber que la pandemia no ha hecho más que complejizar aún más esta situación: Latinoamérica ha registrado, según CEPAL, una caída del 7.7% en su actividad económica durante 2020 (la más alta en 120 años). Sin embargo, considero a este como un buen momento para que Latinoamérica en su conjunto reformule sus políticas económicas y comerciales; para que empecemos a pensar en el Mercosur, no sólo como un espacio de libre comercio (que resulta fundamental para el movimiento de capitales productivos y financieros) sino como una unión que pretenda proteger el mercado regional frente a la importación indiscriminada de productos del extranjero; para que valoremos nuestras propias cadenas productivas, y nuestro propio capital de inversión; para que generemos políticas de fortalecimiento industrial, de las líneas de crédito, y la  redistribución de parte de las ganancias del sector productivo primario (en forma de porcentajes sobre grandes capitales) hacia el Estado.

En definitiva, para que reflexionemos sobre, por ejemplo, la «teoría del desarrollo» del gran Celso Furtado, economista brasileño que reconoció que el denominado «subdesarrollo» no es necesariamente un precedente necesario y obligatorio para alcanzar el desarrollo en sí mismo.

Para que mediante la integración latinoamericana seamos capaces de reconstruir nuestras economías, en un contexto que nos enfrenta, tal vez más que nunca, a la imperiosa necesidad de aunar esfuerzos para la consolidación de políticas públicas que permitan producir, generar trabajo, satisfacer la demanda interna y exportar. Esto sólo es posible en la medida en que existan acuerdos básicos en torno a la cuestión del desarrollo, las estrategias de crecimiento inclusivo y, ante todo, una fuerte convicción política y social.