Por Guido Risso*

Corren tiempos extraños para las democracias, ya no es novedad la crisis de representación y el desgaste que padecen los sistemas políticos pensados y diseñados para aquellas viejas sociedades de hace dos siglos; sin embargo, podríamos estar frente a un novedoso fenómeno de erosión democrática proveniente de un singular tipo de autoritarismo con ropaje constitucional.

Concretamente me refiero a un discurso constitucional de notas difusas, el cual construye poder político mediante una especie de modelo pretendidamente deliberativo; es decir, donde todo se resuelve en asambleas especiales de ciudadanos.

Nada nuevo para la filosofía política, incluso también su discurso legitimante se nutre de la vieja fuerza moralizadora que en el medioevo tenía la lucha contra el demonio y la caza de brujas, por tal razón es que debemos ser muy cautos y no dejarnos confundir por esta versión moderna del asambleísmo. Veamos:

En el mundo actual, donde la mitad de la riqueza está concentrada en el uno por ciento de la población, proponer sistemas institucionales conforme los cuales las decisiones políticas y económicas validas serán solo aquellas que resulten de procesos de discusión por parte de grupos reducidos, y a su vez en espacios concentrados y especialmente regulados, además de ser una forma imprecisa de construir poder y de dudosa representatividad, equivale indirectamente a asegurar la voz e intereses del más fuerte; esa es la trampa que se nos pone delante: que nos expongan como un bien general lo que en realidad se trata de bienes sectoriales, pues esta versión de la doctrina del ideal deliberativo que se presenta como inclusiva, en realidad (aunque no lo acepten sus difusores del cono sur) responde a un liberalismo primitivo y corporativista que se originó con la ilustración en el siglo XVIII para exaltar la libertad del individuo frente al poder y promover la no intervención del Estado en asuntos económicos.

Por consiguiente, proponer este modelo político en un periodo histórico caracterizado y definido por la desigualdad extrema y la concentración de los medios de información y la tecnología, conlleva el riesgo cierto de reforzar la posición de poder mediante la legitimación del discurso asambleísta.

También corresponde señalar que toda teoría que aspira a imponerse debe mostrar algún horizonte moralista, en este caso mediante el relato de la posibilidad de diagramar y decidir las políticas públicas conversando en asambleas.

Ahora bien: ¿es casualidad que un modelo semejante se proponga en tiempos donde el verdadero poder radica en el manejo de la información, la tecnología y el control de la big data?

¿Recordaran estos teóricos el escandalo de Cambridge Analytica y como quedó absolutamente demostrada la posibilidad que nuestras decisiones sean sometidas a una verdadera manipulación mediante la tecnología digital, que además es cada día más sofisticada, incontrolable y poderosa? 

Evidentemente, no solo no existe la mínima condición fáctica para que los asambleistas resuelvan y gestionen la extrema complejidad de nuestro tiempo, sino que por el contrario, una conversación pretendidamente institucionalizada bajo estos índices de desigualdad socio-económica, más las existentes (y por venir) posibilidades tecnológicas de manipulación, consolidará el estatus quo y legitimará a las elites que dice venir a combatir.

No tiene sustento racional sostener que las problemáticas y demandas actuales se corregirán con estos procedimientos, al menos que crean en la omnipotencia de su modelo, en tal caso estaríamos ante una propuesta que pertenece al orden de la fe y por lo tanto el debate deberían darlo con las religiones y no con el derecho.

Pero además esta versión buenista del constitucionalismo de la conversación tiene otro problema: la banalización de la política mediante la hiperpolitización.

Efectivamente, mediante la hiperpolitización estos teóricos -directa o indirectamente- promueven la necesidad de estar opinando sobre todo, lo cual históricamente fue una de las típicas estrategias de banalización de los asuntos públicos que condujo a los métodos plebiscitarios y luego a los totalitarismos.

En definitiva, el peligro cierto de estas teorías el mundo ya los conoce.

Por ultimo dos efectos negativos más:

1- cosifica al ciudadano y lo expone como objeto directo de la tecno-ingeniería social;

2- promueve la hiperpolitización de la persona y gradualmente la convierte en un opinador compulsivo; es decir, convierte a la persona en la caricatura del verdadero y necesario ciudadano participativo.

* Doctor en Ciencias Jurídicas. Especialista en Constitucionalismo. Profesor adjunto regular derecho constitucional, UBA y Titular derecho político USI Placido Marín. Declarado “Personalidad Destacada de las Ciencias Jurídicas de la Ciudad de Buenos Aires”.