Por Tomás Arreche

Es ampliamente enseñado que el Derecho se basamenta en ciertos principios conceptuales que dirigen su propia construcción e interpretación. Es decir, ciertos lineamientos que, valga la redundancia, funcionan como guías, una especie de carriles sobre los que necesariamente debe moverse la maquinaría estatal y la sociedad civil en su conjunto.

Pueden mencionarse, a modo ejemplificativo, el principio de respeto a los derechos individuales, la preservación de las garantías procedimentales, el cuidado y respeto del sistema democrático y republicano, etc. Particular mención merece, en estos tiempos históricos, la protección fundamental de los Derechos Humanos, cuestión que será comentada en mayor profundidad más adelante.

Siguiendo a Jaime Vintimilla Saldaña[1], cierto es que los principios jurídicos conforman una especie de “Derecho detrás del Derecho”, un telón de fondo en el que se articulan todas las producciones jurídicas con efectos vinculantes, como es el caso de las normas jurídicas en términos generales, y las sentencias pronunciadas por los jueces en el caso particular; una serie de valoraciones ontológicas que dotan de sentido y especialmente coherencia al ordenamiento en su conjunto.

Cabe advertir la importancia de entender a los principios jurídicos no como una suerte de inspiraciones divinas o “mega-normas” derivadas de alguna naturaleza originaria, sino como lo que son: constructos sociales, que por su naturaleza son cambiantes. Claro que esto no significa que, como también sucede con ciertos compilados normativos como las Constituciones y los Códigos, los principios no deban contribuir a una sensación de inmanencia (es decir, que forman parte de la esencia de cada sociedad que los define y exterioriza) y hasta cierta “eternidad” o estabilidad a largo plazo.

Por el contrario, los principios jurídicos deben ser el primer ejemplo de relacionamiento expreso entre la política, en tanto trama de poder pero fundamentalmente expresión de valores ideales comunes en un Estado democrático, y el Derecho.

¿Qué son, entonces, los principios jurídicos, sino ideologías institucionalizadas y legitimadas por un sistema procesal previamente determinado? Si bien no es objeto de este escrito crear paradojas allí donde existieron problemas profusamente ampliados por la doctrina jurídica, bien podría entenderse que la generación de nuevos principios es sólo posible gracias a la vigencia de principios, experiencias normativas y estándares anteriores.

De esto deviene una de sus características principales, que es la de resultar un factor esencial de previsibilidad para el conocimiento de potenciales consecuencias jurídicas frente a la ejecución de determinados actos previstos en la norma. Lejos, sin embargo, está el autor de este artículo de pretender validar la nostálgica noción preventiva de la norma jurídica. La norma en poco previene el conflicto social, pues este es inherente a la naturaleza humana en constante búsqueda del sentido y la satisfacción de sus necesidades materiales y espirituales. Los principios jurídicos, que en el presente escrito se agruparán en una categoría única denominada “seguridad jurídica”, tienden en todo momento a la integración del ordenamiento normativo, y estipulan de manera taxativa los procedimientos para la aprobación, rechazo o modificación de otros principios y normas jurídicas. A su vez, regulan el accionar y los derechos de las personas sujetas a procesos judiciales cualquiera sea su rol o naturaleza.

Ante todo, deberá analizarse entonces el porqué de este agrupamiento de lo que se denominan “principios jurídicos”, en una categoría superadora llamada “seguridad jurídica”. Partimos de la premisa fundamental de entender que la seguridad jurídica, como concepto, es de naturaleza plenamente dual. Esto quiere decir que será necesario pensar en dos problemas que constituyen la base del concepto de la seguridad jurídica. Estos son: 1) la expresión de la seguridad jurídica en tanto principio reglamentario de las relaciones bajo su dominio, en distintos campos de la vida social; y, 2) las misiones u objetivos que la seguridad jurídica persigue.

Sentado lo precedente, nos adentramos entonces en lo que constituye la esencia de la seguridad jurídica, en lo relativo a su expresión en distintos campos de la vida social, y su funcionamiento o “misiones”.

Por un lado, este cúmulo de principios se hace expreso en dos ámbitos puntuales, los que resultan el de las relaciones jurídicas públicas (es decir, aquellas que se producen entre Estados, y entre Estados y personas particulares), y el de las relaciones jurídicas privadas (es decir, aquellas relaciones que se acuerdan entre personas particulares, sean físicas o jurídicas, exceptuando en estas últimas al Estado). Por supuesto, es menester advertir que estas no son definiciones tajantes, sino conceptualizaciones humildes y necesarias al efecto de arrojar cierta luz sobre el problema planteado.

Como se ha mencionado antes, una de las características fundamentales de la seguridad jurídica es que funciona como factor de previsibilidad para los actores de la vida en comunidad. Esto se ve particularmente analizando los principios específicos que guían estos dos ámbitos de convivencia.

En el ámbito del derecho privado, y por tanto la rama del derecho que regula las relaciones jurídicas privadas, el principio fundamental que guía la conducta de las partes contratantes y en relación es el de la “autonomía de la voluntad”. Este principio basamenta el derecho contractual contemporáneo, y se ve expresado en la libertad que se ejerce toda vez que una persona decide, por habilitación del ordenamiento jurídico y con las limitaciones que este impone, actuar y contratar con otra en la medida de su propio acuerdo, el que pasa a ser de alguna manera “incorruptible”. Esta adjetivación responde a uno de los efectos u objetos que persigue la seguridad jurídica, siempre tendiente a estabilizar las relaciones humanas y aportar previsibilidad fundamentalmente económica a los sujetos contratantes. La autonomía de la voluntad implica entonces, en todo tiempo y lugar, el hecho de obrar y relacionarse con otra persona en libertad, sin coacción alguna, con el objeto fundamental de satisfacer los propios intereses.

Por su parte, uno de los principios máximos que guían el ámbito del derecho administrativo, es decir aquel que regula las relaciones jurídicas públicas, es el de legalidad. Este principio expone la importancia de un necesario y fundamental ajuste de la conducta estatal a lo expresamente prescrito en la norma como lo “habilitado”, aquello que efectivamente el Estado puede y debe hacer en el orden de lograr la cohesión social, siendo esta norma siempre de anterior sanción a su ejercicio. Es decir, la base sobre la que debe sustentarse la ejecución de todo accionar estatal, y todo relacionamiento entre Estados, y con personas particulares.

De esta forma, podríamos entender que la conducta estatal se define, en términos de delimitación, por su restricción legítima, la cual emana de sus propios poderes, del debate público y la política legislativa. Ahora bien, ¿El Derecho público se erige, entonces y únicamente, como un “derecho límite”? ¿Acaso la legislación y las disposiciones judiciales que versan sobre conductas estatales obran sólo mediante las figuras de restricción o prohibición?

En realidad, y como bien explica el Prof. Gaspar Oriño Ortiz en su escrito “Sobre el estudio y comprensión del Derecho Público. Guía para su estudio”[2], este “es un derecho de realización”, es decir, un conjunto de normas que se dictan no sólo para no ser infringidas, sino particularmente para que sus preceptos sean cumplidos. En definitiva, para lograr la “conformación del orden social”, también en palabras del mismo autor. Esta conceptualización del Derecho Público será de utilidad más adelante, al momento de delinear las funciones de la Seguridad Jurídica en términos generales, y los objetos que persigue.

Aclarada en parte la naturaleza del Derecho público, y entendiendo que el principio que guía su ejecución e interpretación es el de legalidad, resulta interesante advertir ahora la contraposición que se plantea entre las máximas hermenéuticas que tutelan ambos campos o ámbitos de la vida social y jurídica: mientras en el Derecho privado el principio imperante resulta el de la libertad contractual, aún en el marco de las limitaciones legales que pudieran corresponder (es sabido, por caso, que una persona no puede disponer libremente de sus órganos, o de la totalidad de sus bienes), en el Derecho público la conducta estatal se ve regida por un principio de restricción del accionar desmedido. En este sentido, la ejecución de acciones de tal naturaleza, sea de manera activa u omisiva, representa siempre un accionar eminentemente represivo. En ciertos casos más extremos, en la desidia frente a quien pasa hambre, frío o necesidades acuciantes, este accionar asume incluso una forma institucionalizada de supresión de toda humanidad.

Es destacable que, por sus características intrínsecas y por los consensos doctrinarios y jurisprudenciales actuales en materia de compromiso, respeto y promoción de los Derechos Humanos, estos dos ámbitos de convivencia social y de regulación jurídica representan verdaderos “ámbitos obligacionales”. Lo que se ve modificado, en cualquier caso, es la sustancia de las obligaciones y si estas son, o no, pactadas en libertad contractual, cuestión que escapa a este escrito pero que resulta en verdad un tema de interés para toda la comunidad jurídica. Es opinión de este autor, que lejos debe quedar la ya antigua noción de las obligaciones jurídicas privadas como única acepción del término.

De esta forma, los principios precedentes se configuran en condiciones de validez y eficacia de determinados actos prescritos en la norma. De esto deriva una de las funciones fundamentales de la Seguridad Jurídica que es la de ser un elemento habilitador del reclamo, sea individual o colectivo, frente al incumplimiento de una obligación. Por caso, el primer argumento que una persona tiene frente a cualquier tipo de incumplimiento contractual es la oposición del principio de autonomía de la voluntad, por medio de la cual la persona se compromete libremente a cumplir una determinada obligación. Algo parecido ocurre, aún mediando diferencias procesales y de concepto, cuando una obligación internacional es violada por el Estado: la presunta víctima advertirá entonces el compromiso libremente asumido por el Estado de preservar y garantizar el efectivo goce de sus derechos.

Sentado lo precedente, y esto en términos eminentemente generales, la seguridad jurídica persigue dos marcadas misiones, o funciones. Esto constituye el núcleo esencial de la cuestión, que pretende facilitar ciertas aproximaciones a la pregunta que titula este escrito.

¿Para qué sirve la Ley?

Cierto es que la seguridad jurídica no sólo se erige como un factor de previsibilidad de las relaciones sociales y económicas, sino también como un resultado, por un lado, y un medio, por otro.

La seguridad jurídica es un resultado porque deviene como un producto final, aunque siempre en estado de revisión pública, del debate democrático; del debate particularmente institucional que busca una respuesta consensuada frente a un determinado conflicto social. De allí que lo que dota de esta sensación de inmanencia o eternidad a ciertos preceptos legales básicos es justamente el amplio consenso legislativo y social que algunas discusiones públicas logran en su punto cúlmine o de resolución institucional, es decir, cuando atraviesan los pasillos y bancas del poder legislativo. De allí también se explica el problema de legitimidad del que sufren repetidas veces las decisiones judiciales, en tanto carecen del consenso logrado por la voluntad popular representada por los y las legisladores y legisladoras. Cuestión esta que, estoy seguro, deberá gozar de las virtudes de un gran debate colectivo y abierto sobre el desafío de dotar mayor legitimidad y coherencia a la práctica judicial.

Resta advertir en este sentido que nada debe ser tenido como eterno: así como los principios jurídicos, la legitimidad de los poderes públicos también se constituye como un verdadero constructo sociocultural. No es novedad, a la luz de estos tiempos contemporáneos, la fragilidad de la confianza pública aún en los sistemas que se observaban más firmes, como es el caso de las Legislaturas nacionales y provinciales. Será cuestión de dirimir entonces si la falta de legitimidad social de las instituciones públicas es causada únicamente por la insatisfacción democrática, producto de la ausencia de respuestas cotidianas por parte de estas instituciones respecto de la conflictividad social; o si, por el contrario, hay un elemento externo a ellas, ligado a la disminución e incluso ausencia de perspectivas de futuro habitable y la consecuente ineficacia estatal para la resolución de los reclamos populares aún más básicos.

Pero además, la seguridad jurídica se constituye como un medio para la consecución de dos fines: para el establecimiento de obligaciones estatales y políticas gubernamentales claras en materia de prevención de determinadas acciones, individuales o colectivas, particulares o estatales,  que se estime que pudieran tener un efecto nocivo en las personas y el ejercicio de sus derechos; y para la interpretación de conflictos jurídicos cotidianos, y la realización de ciertas conductas procesales y jurisdiccionales (sean particulares, por parte de la presunta víctima, o institucionales, por parte del órgano judicial) que pretenden esclarecer y reparar un pleito de intereses y/o derechos.

En esta última faz, o “etapa de actuación” de la seguridad jurídica es que se advierte su fin último, que es la legitimación y regulación del reclamo ante las autoridades respecto de un incumplimiento contractual, o de obligaciones varias emanadas de la norma jurídica, como es el caso de las obligaciones internacionales en cabeza de los Estados.

Cabe destacar respecto del primer fin mencionado, el de la prevención de potenciales daños sobre personas, derechos o bienes, que esta es una misión perseguida (o no) eminentemente por el poder político gubernamental mediante la ejecución de acciones positivas y programas de políticas públicas que demanda la propia normativa, sea interna o convencional. Con esto, quiero dejar en claro la importancia de la que goza la voluntad política, que debiera versar siempre sobre la atención eficaz  e inmediata de situaciones potencialmente dañosas. En definitiva, lo que hace la Ley, también a partir de la voluntad política legislativa, es proveer financiamiento y medios procesales idóneos para la consecución de estas políticas y decisiones que, siempre en último término, debieran ser ejecutadas por el poder político, o el judicial en su caso.

Ahora bien, ¿por qué entonces se decide agrupar a los principios precedentes, y tantos otros, en la categoría denominada “seguridad jurídica”?

Hay varias razones. La primera parte de una premisa pedagógica: realizar un análisis diferenciado de cada principio es, si bien interesante, innecesario a los efectos de dotarlos de un sentido y finalidad común que sin duda se precisa para comprender su alcance como grupo. Así como el ordenamiento normativo, los principios también deben ser provistos de una coherencia tal que permita su análisis general. Además, por cuestiones de extensión y para no aburrir al lector o lectora, se decidió hacer hincapié en dos de los principios reglamentarios de distintos ámbitos de la vida social.

La segunda razón sea tal vez la más importante, en tanto lo que se pregunta en este escrito es “para qué sirve” la Ley, y no “por qué existe”, o “qué es”. En ese sentido, este análisis parte de una reflexión inicial, tendiente a explicar que la Ley sirve para, entre otros fines:

  • Estabilizar las relaciones sociales particulares, y para con el Estado, dotándolas de previsibilidad y guías procedimentales en caso de conflicto de derechos y/o intereses;
  • Obligar al Estado, en el ejercicio de su soberanía, a respetar compromisos en materia de protección y promoción de los Derechos Humanos;
  • Aportar previsibilidad a los sujetos contratantes sobre sus operaciones económicas;
  • Habilitar y reglamentar el reclamo particular o colectivo que surja de cualquier incumplimiento de las obligaciones asumidas por el Estado o entre particulares;
  • Propender al cumplimiento efectivo y rápido de ciertas líneas gubernamentales de trabajo relativas al reconocimiento, ejercicio y reglamentación de derechos y obligaciones adoptados en el ordenamiento interno, sea en cualquiera de los 3 niveles de gobierno;

Por supuesto que esta no es una lista taxativa de fines u objetos de la Ley. En ella no se menciona, por comentar sólo algunos ejemplos, su función penal, ni la reglamentación tributaria, ámbitos normativos que por su naturaleza requieren de un especial análisis. Es simplemente una clave lo suficientemente básica como para adentrarse en los cimientos de la legislación contemporánea.

Desde la provisión más básica de alimentos y techo, hasta el ejercicio de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales: todo ese arco de acciones eminentemente jurídicas debe estar tutelado por la Ley, en tanto en él pueden configurarse los más complejos conflictos distributivos (en términos de recursos materiales y simbólicos). Cierto es que para entender esto deberemos contemplar cuestiones que muchas veces escapan al análisis puramente jurídico, como el funcionamiento del agitado mercado laboral, productivo y financiero. Si hay algo que el Derecho precisa, en este sentido, es de análisis interdisciplinarios, del apoyo constante de ciencias y prácticas que complementen de manera acabada el trabajo del abogado/a, y los agentes del Derecho: desde el o la legislador/a y sus asesores, hasta los funcionarios públicos encargados del cumplimiento de la Ley.

 Es que, en definitiva, el fin que persigue la Ley (con ella me refiero a todo el sistema instituido en la norma fundada en clave de Derechos Humanos y los procedimientos que ella manda) es el de lograr sociedades plenamente conscientes de su andar cotidiano, de los derechos y obligaciones que surgen inevitablemente de la satisfacción de sus necesidades. No resulta un acto inocente, entonces, el de hacer hincapié en la necesidad de legislar en clave de Derechos Humanos, teniendo como objeto final de la legislación el cuidado de dignidad humana, la protección del quehacer individual y colectivo y la construcción de sociedades más justas e igualitarias.


[1] Vintimilla Saldaña, J. (2010). Principios y Reglas como nuevas fuentes de justicia a la luz del Ius Novus ecuatoriano. Iuris Dictio, 9(13).

[2] Revista Jurídica de Investigación e Innovación Educativa Núm.6, Universidad Complutense de Madrid, España,  junio 2012, pp. 9 – 26