Por Tomás Brusco[1]

Los grandes sistemas de política económica que han existido en el siglo XX y se extienden a lo largo y ancho de nuestro siglo se pueden catalogar en tres grandes ramas: economías planificadas (socialismo, fascismo, autocracia), economías no planificadas o de mercado (liberalismo económico, anarquismo) y economías mixtas (socialdemocracia, intervencionismo, dirigismo). Estas clasificaciones no se presentan sin dificultades, pero a grandes rasgos permiten reconocer cuál es el rol que asume la administración pública jurídicamente respecto de la economía nacional e internacional.

Famosamente dijo Paul Samuelson (uno de los economistas más influyentes del siglo XX) que la economía como doctrina política responde a qué se produce, cómo y para quién.[2] Las economías planificadas buscan administrar la producción y el comercio, para lo cual utilizan las agencias estatales que difuminan la economía personal de la estatal. Las economías no planificadas o de mercado tienen dos vertientes: una busca permitir el comercio entre privados (el tradicional laissez faire, laissez passer de los fisiócratas), dividiendo lo público y lo privado de manera tajante, y con la administración como garante de la propiedad privada; la otra, busca abolir la propiedad privada y el mercado como interacción social. Las economías mixtas buscar dar a la administración un rol activo en el mercado, de modo que en una economía de mercado haya un regulador.

Estos tres modelos de doctrina económica se complejizan cuando consideramos que pueden existir en una sociedad autoritaria o democrática. Históricamente, las economías dirigidas han estado vinculadas a procesos políticos autoritarios, y las economías no dirigidas han estado vinculadas a procesos democráticos, pero no ha sido este el caso cada vez. Chile, en la segunda mitad del siglo XX, nos ofrece una visión de un socialismo democrático y de un liberalismo económico autocrático. ¿Son estas contradicciones de los términos?

Latinoamérica brinda un panorama abundante y de difícil elucidación con las tradicionales categorías académicas. El siglo XX de América Latina ha estado vinculado históricamente a procesos de dirigismo democrático y a procesos de liberalismo económico autoritarios, con lo cual las doctrinas políticas que defienden y sustentan generalmente en occidente estas doctrinas económicas han estado disociadas, en alguna medida, de la práctica política.

Es difícil argumentar exitosamente que en la Argentina los procesos democráticos han estado vinculados a políticas liberales en lo económico. El gran siglo XIX argentino, de una prosperidad inusitada en lo económico, no brindó prosperidad en términos de justicia distributiva, donde gran parte de las ganancias eran sistémicamente depositadas en las cuentas de personas terratenientes. El profesor José Luis Gargarella, en su curso Iliberales y liberales de la Facultad de Derecho de la UBA, solía ubicar al liberalismo político y al liberalismo económico en lados opuestos del «eje izquierda-derecha» (respectivamente), con lo cual acercaba ideológicamente al liberalismo político al socialismo y aproximaba al liberalismo económico al conservadurismo. Sin embargo, los modelos son abstracciones, y la política económica puede, técnicamente, independizarse de la línea principal de la doctrina de un gobierno en términos de análisis politológico.

Con estas consideraciones, hallamos que la economía en su vínculo con la administración pública puede ser en algún aspecto independiente, si no de la forma del estado, de la calidad democrática o antidemocrática de la administración. La democracia es el sistema de reglas que legitima la administración en términos de la voluntad popular. Esto no implica per se que la administración sea o deje de ser de economía dirigida, no dirigida o mixta, puesto que influyen otros factores en el modo de administrar, además del sistema de gobierno.

En otras palabras, el liberalismo político y el liberalismo económico no tienen por qué ir juntos en la acción del gobierno. Un análisis de la historia de los gobiernos latinoamericanos nos muestra que no ha sido este el caso (el nacimiento de la democracia liberal con Yrigoyen, por ejemplo, muestra un incremento del intervencionismo económico o de la economía mixta).

Un argumento contrario a esta proposición diría que el liberalismo económico o el liberalismo político inevitablemente se implican el uno al otro, pero el desmerecimiento de la historia mediante la especulación científica-social a posteriori, aunque sea acertada, olvidaría lo ocurrido o el hoy. Es decir, obstruiríamos el análisis del presente o del pasado por la superposición de una hipótesis no concretada, aunque ambos análisis resulten verdaderos. Caeríamos en el absurdo de decir que como una comida se pudrirá, esta ya está podrida de antemano; o que, si un árbol florecerá, este ya tiene flores. Son expresiones poéticas válidas para las políticas públicas, pero no para el análisis politológico, económico o histórico.

Samuelson, en Una proclama centrista, hace una defensa del centro político, alejado de los extremos del dejar hacer económico y del socialismo por igual, mientras que aboga por una economía mixta. Esta postura supone (de manera explícita o no), a su vez, la virtud de asumir que ningún extremo alejado del clásico medio aristotélico proveerá la capacidad crítica necesaria para incrementar el bienestar general, dado que la negación de la postura del otro acarrea un empobrecimiento del debate público o de la investigación científica. A su vez, remover el carácter humanista de la economía política implica disociarla de los intereses sociales a los cuales responde la ciencia económica: para qué producir, cómo producirlo y a quién darle la producción.

En conclusión, en una sociedad globalizada en la cual las ciencias sociales avanzan a pasos agigantados, inmersos en este entendernos a nosotros mismos de golpe, asumiendo que ninguna persona ha por sí misma de dirigir a los pueblos, sino que los pueblos se autodeterminan, es complicado y peligroso argumentar a favor de extremismos. El siglo XX nos ha mostrado que un extremismo lleva a otro extremismo, en una dinámica de detención compleja, y la violencia genera violencia, porque produce odio. Solo el diálogo y la paz continuada ha brindado prosperidad sostenida. Este camino es obvio y, sin embargo, parece difícil. Será nuestra misión, seguramente, hacer que parezca cada vez más fácil.


[1] Abogado (UBA). Director de OLEGISAR. Consultor en la Secretaría de Finanzas del Ministerio de Economía de la Nación.

[2] Economía con aplicaciones a Latinoamérica (2010), 19 ed., Samuelson y Nordhaus.