
Por Noelia Odriozola
Introducción:
Es una realidad que la mirada social opera como obstáculo para el desarrollo pleno y libre del proyecto de vida elegido por cada una de las personas con discapacidad. Durante largos años la sociedad se atribuyó ilegítimamente la potestad de definir quiénes eran ellas y cuál iba a ser su destino. La historia nos revela que existieron comunidades que los tildaron de “anormales” condenándolas al abandono, a la esclavitud o a la muerte; otras las percibieron como “herejes” o “malditas”, producto del castigo divino y debiendo ser intervenidas por la Santa Inquisición; también fueron consideradas “monstruos” o “deformes” siendo exhibidas y obligadas a trabajar como “fenómenos de circo”. Este panorama fue el que gobernó hasta que las personas con discapacidad y sus familiares alzaron sus voces y emprendieron diversas luchas sociales, culturales, políticas, entre otras, reclamando el reconocimiento de sus derechos. Un importante paso lo fue con respecto a su “definición”, hoy, se consideran como tal porque los ámbitos físicos y psicológicos que detentan se encuentran previstos de barreras que impiden su desarrollo como cualquier persona que no se encuentra en sus condiciones. Pero pese haber logrado grandes victorias ampliando sus espacios de libertad, igualdad, respeto, autonomía, garantizados por la normativa interna e internacional, lo cierto es que todavía persisten secuelas del pasado. La sociedad continúa teniendo, en menor medida, una mirada despectiva y ello puede reflejarse en la adopción de políticas inadecuadas de prevención, asistencia y rehabilitación que los involucra, por ejemplo en materia de internación, podemos señalar su aplicación indiscriminada, el encierro total y el aislamiento excesivo del interno, la falta de medidas preventivas que eviten la dependencia institucional, entre otras problemáticas que crean la necesidad y obligación de combatirlas.
La internación como mecanismo terapéutico:
La internación psiquiátrica es un mecanismo terapéutico utilizado para asistir a las personas que experimentan padecimientos mentales, pudiendo estos crear un riesgo de peligro físico para sí y/o para terceros, siendo temporalmente breves o prolongados, y encontrándose en cualquier estado de la manifestación, sea al inicio, durante su desarrollo o en plena crisis.
Legalmente, la internación “es considerada como un recurso terapéutico de carácter restrictivo” que “sólo puede llevarse a cabo cuando aporte mayores beneficios terapéuticos que el resto de las intervenciones realizables en su entorno familiar, comunitario o social” (Art. 14 Ley 26.657)previa “evaluación, diagnostico interdisciplinario e integral y motivos”
que la avalen (Art. 16 Ley 26.657). Ello significa que la internación procede en última ratio, y sólo para el caso de que la contención del padecimiento mental no pueda ser tratada por otro medio terapéutico alternativo menos nocivo.
Respecto a su extensión, la misma va depender de múltiples factores como la patología o el padecimiento mental de la persona, el grado de desarrollo, las características personales del interno, entre otras. Por lo tanto, el tiempo de internación puede ser mayor o menor conforme a estas consideraciones. Asimismo, la ley pretende que la misma sea lo más breve posible, y que en ningún caso “puede ser indicada o prolongada para resolver problemáticas sociales o de vivienda” (Art. 15 Ley 26.657).
Entonces, según lo expuesto, la internación debe ser el recurso terapéutico aplicable en última instancia, por lo cual, se recurrir una vez que fueron agotados todos los medios alternativos existentes o si estos no resultan ser adecuados para asistir a la persona que lo necesita. Ello, por ser considerada la terapia más nociva en cuanto restringe, en su máxima expresión permitida, el ámbito de libertad, sobre todo ambulatoria, de los internos y acota el pleno goce de sus derechos durante el tiempo en que éstos permanecen aislados.
Su implementación debe responder exclusivamente a fines preventivos, de asistencia y rehabilitación, y debe garantizar, en todo momento, la integración de los internos entre sí y con la institución, conservar el contacto familiar y estimular su participación con la comunidad, mientras sea posible, evitando la desconexión con el entorno social externo.
En este sentido, Santos Cifuentes ha señalado que “la internación de un paciente en un establecimiento psiquiátrico, en principio, no ha de tener por objeto su cura, sino la resolución de la crisis concreta que motiva su ingreso al centro de asistencial. Una vez superado ese episodio, si la situación del paciente lo admite, podrá proseguirse el tratamiento en forma ambulatoria.”[1]
Además, es importante que su regulación sea lo más cautelosa posible debido a que una indiscriminada y/o defectuosa aplicación apareja graves consecuencias físicas y psíquicas en la persona que ingresa a la institución, permanece en ella o se reinserta en la sociedad.
El “ser” y el “deber” ser de la internación:
En materia de internación, existe una real disociación entre su aplicación teórica y práctica. El “deber ser” de la misma y los fines establecidos para los cuales fue instituida se escinde de su “ser” por cuanto en el día a día su implementación deviene indiscriminada, negligente e inadecuada, apartándose de los objetivos originariamente perseguidos y perjudicando a quienes que dice proteger, es decir a las personas con discapacidad. En base a ello, es que el propósito de este acápite es exponer sobre el uso indiscriminado de la internación, el empleo de políticas institucionales deficientes y, en consecuencia, la dependencia funcional.
“En nuestro país, la institucionalización ha sido y es el patrón dominante como forma de tratamiento y atención de la discapacidad intelectual. La normativa vigente establece un amplio conjunto de servicios y dispositivos –ambulatorios y residenciales- así como apoyos, ayudas especiales, ayudas técnicas, etcétera. Sin embargo, la mayoría de los servicios existentes se basan en la atención institucional y el grueso del financiamiento del sector se destina a las instituciones especializadas sean a tiempo parcial (ambulatorio) o con internación”.[2] En Argentina, la institucionalización es el método terapéutico elegido por excelencia a la hora de tratar y asistir a una persona con discapacidad intelectual o mental. En este sentido, la internación se utiliza en forma indiscriminada al aplicarse la misma pese a existir otros medios terapéuticos alternativos adecuados para el tratamiento de la persona y que resultan menos restrictivos de los derechos y libertades del interno.
La elección desmesurada de este método nocivo como terapia, en parte es producto de una problemática de carácter cultural como lo es la mirara estigmatizadora de la sociedad que tiende a percibir a la persona con discapacidad intelectual o mental como un sujeto “anormal”, peligroso e inseguro. Secuelas de este pensamiento, se visibiliza en la actualidad por cuanto, en algunas ocasiones, se recurre a la internación con motivo de apartamiento y separación de la persona con discapacidad del resto de la sociedad, operando el sistema de internación en protección de la comunidad y no de quien verdaderamente lo necesita. Este sentimiento de temor, es mayor si se tiene en cuenta las particularidades de los ciudadanos argentinos, cuestión también cultural y que no debe ser ignorada. En este sentido, “(u)na sociedad como la nuestra, en la que se percibe una sensación de inseguridad que se ve cotidianamente abonada por episodios de violencia que conmueven a la opinión pública, puede ser fértil terreno para que echen raíces posturas ideológicas que promueven el máximo control social posible, con las disfunciones que ello genera en la vida cotidiana expresadas en temores colectivos, corruptelas y corrupción institucional.”[3]
Otra problemática resulta de la aplicación inadecuada, negligencia, deficiente de políticas institucionales que, en vez de asistir y ayudar, acaban por obstaculizar el tratamiento del paciente, su rehabilitación y, en consecuencia, su reinserción en la sociedad. La internación, en sí misma, acarrea en el interno el riesgo de perder toda noción de espacio y tiempo dentro de la institución donde se encuentra aislado. Su nueva realidad empieza y termina allí. Tras sus muros, existe un mundo que deja de ser conocido donde el tiempo de a poco se va deteniendo. Mientras más prolongada sea la internación del paciente, mayor será su
desconexión con el entorno social. Ante a este efecto colateral propio del encierro, se le adjudica a la institución psiquiátrica la carga de adoptar medidas que tiendan a conservar y estimular el vínculo que conecta al interno con la comunidad y su cotidianidad externa.
En la práctica no siempre se observan las precauciones tendientes a evitar la segregación de los internados con el exterior. Pese a que muchas políticas institucionales promueven la integración y participación del paciente con el personal a cargo, los demás internos y su entorno en sí, con el objetivo de brindarles un tratamiento dentro de un marco de seguridad, calma y comodidad, neutralizando así cualquier hilo impulsor hacia un cuadro de estrés o pánico que lo perjudique, lo cierto es que los cuidados antes señalados suelen ser olvidado por los agentes de salud mental. En este contexto es que, las personas con discapacidad amoldan su realidad a la rutina que le es establecida en tales lugares perdiendo la noción de lo que ocurre afuera. Por ende, se acostumbran a la vida en las instituciones, y su cotidianidad es allí, en el encierro, donde sienten que son parte y están seguros. Cuanto más naturalizan sus rutinas lejos del contacto social, menos facilidad van a tener a la hora de reinsertarse en ella. Como resultado las políticas referidas operan como obstáculo.
Es preciso aclarar, que cuando hablamos sobre la necesidad de conservar y fomentar el vínculo entre el interno y el afuera, nos estamos refiriendo tanto a su familia y allegados como también al contexto espacial, con la idea de que, quienes puedan salir de la institución, lo hagan con la confianza de caminar en soledad, cruzar la calle, viajar, sin entrar en un estado de pánico, parálisis o paranoia; y que en caso suceder, cuenten con las herramientas adecuadas para mantenerse bajo control o pedir ayuda.
Se crea, en forma casi inevitable, una dependencia funcional entre el interno y la institución como consecuencia del aislamiento total de la persona y/o de la prolongación innecesaria de la internación. El paciente incorpora el encierro, encuentra seguridad en él, donde tiene una rutina programada y asistencia profesional las veinticuatro horas del día, es por ello que no quiere salir. En este sentido, es importante además tener en cuenta las particularidades propias de la personalidad de cada interno. “Hay gente que tiene como una postura de llevarse el mundo por delante, no son la mayoría, y uno sabe que llegado el momento, cuando pasan a la realidad, cuando tienen que pasar del ensayo a lo que es de verdad, ahí se produce el encuentro. Entonces lo que hemos encontrado es esto, que alguien “a la hora de” reculan”.[4] En efecto, la dependencia concluye con la negativa del paciente a reinsertarse en la comunidad, una vez otorgado el alta expedida por el profesional autorizado.
Derechos de las personas con discapacidad – Marco legal:
Son múltiples los derechos de las personas con discapacidad que se ven comprometidos y lesionados frente a esta situación. Es por ello por lo que se torna necesaria la tarea de indicar cuáles son los derechos ofendidos y cuál la normativa interna e instrumentos internacionales que, en consecuencia, resulta afectada.
En el ámbito internacional son varios los instrumentos que rigen en materia de discapacidad. Así, el art. 19 de la “Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad” dispone su derecho a vivir en forma independiente y a ser incluidas en la comunidad. El Estado debe reconocer los mismos en igualdad de condiciones y también asegurar que “no se vean obligadas a vivir con arreglo a un sistema de vida específico”, proveyendo una serie de servicios que tiendan a incluir a las personas con discapacidad en la comunidad a fin de “evitar su aislamiento o separación de ésta”. Además, según el art. 26, sobre habilitación y rehabilitación, El Estado debe organizar y aplicar servicios y programas que “apoyen la participación e inclusión en la comunidad y en todos los aspectos de la sociedad”.
La Asamblea General de Naciones Unidas, en 1981, mediante Rel. 31/123, declaró el “Año Internacional de los Impedidos”, cuyo lema era “La plena participación y la igualdad”, reconoce así el “derecho de las personas con discapacidad a participar plenamente en la vida y el desarrollo de su sociedad”. Un año después, crea el “Programa de Acción Mundial Para las Personas con Discapacidad”, “una estrategia global para mejorar la prevención de la discapacidad, la rehabilitación y la igualdad de oportunidades, que busca la plena participación de las personas con discapacidad en la vida social y el desarrollo nacional” el cual prevé que “los problemas que afectan a las personas con discapacidad no se deben abordar de manera aislada, sino en el contexto de los servicios normales de la comunidad.”
En el plano nacional, es de vital importancia el art. 75 de la C.N. en su inciso 22, por cuanto atribuye jerarquía constitucional a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, y en su inciso 23 atento a que le otorga al Congreso de la Nación la facultad de legislar y promover las “medidas de acción positiva”, tema que en breve vamos a profundizar.
Es relevante la Ley Nacional de Salud Mental -Nº 26.657-, cuyo objetivo es “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas, y el pleno goce de los derechos humanos de aquellas con padecimiento mental”. Es importante, particularmente, atento a que en su capítulo VII, regula la internación como recurso terapéutico.
Asimismo, no podemos dejar de mencionar que en Argentina existe abundante legislación tendiente a reconocer, garantizar y proteger los derechos de las personas con discapacidad, a fin de que las mismas puedan desarrollarse en forma plena en los diversos ámbitos de su vida cotidiana. Entre ellas observamos en materia de salud (22.431/24.901), el Certificado Único de Discapacidad (Dec. 95/18), la educación (26.206/24.521), la accesibilidad (24.314), el transporte gratuito (Dec. 38/04 y Dec. 118/06), entre otras.
Más allá de la normativa interna y los instrumentos internacionales señalados, es importante remitirse también a los principios los cuales nos brindan criterios de interpretación a fin de armonizar y sistematizar el alcance de la protección de los derechos de las personas con discapacidad y de las obligaciones del Estado como garante de los mismos.
En primer lugar, resulta necesario invocar el “Principio Pro Homine”, “según el cual, cuando se trata de reconocer derechos protegidos, debe acudirse a la norma más amplia, mientras que, si se trata de restricciones a los derechos, se requiere una interpretación restrictiva”.[5]
Asimismo, nos interesa subrayar dos ejes centrales en materia de Principios. Por un lado, se encuentran los “Principios para la Protección de los Enfermos Mentales y el Mejoramiento de la Atención de la Salud Mental”, Res. 46/119 de la Asamblea General, entre los cuales se advierte “La vida en comunidad”, en virtud del cual “Toda persona que padezca una enfermedad mental tendrá derecho a vivir y a trabajar, en la medida de lo posible, en la comunidad.”, y “La importancia de la comunidad y de la cultura”, el cual sostiene que “cuando el tratamiento se administre en una institución psiquiátrica, el paciente tendrá derecho a ser tratado, siempre que sea posible, cerca de su hogar o del hogar de sus familiares o amigos y tendrá derecho a regresar a la comunidad lo antes posible.” Por otro lado, y en el ámbito de los Derechos Humanos, destacamos los principios de “Igualdad” y “No Discriminación”, intrínsecamente vinculados por cuanto la garantía de uno habilita el disfrute del otro y su privación impacta negativamente en el restante. Son relevantes atento a que ambos rechazan cualquier distinción que anule o menoscabe el reconocimiento, goce o ejercicio de un derecho. Asimismo, es preciso aclarar, que estos principios deben ser entendidos en conjunto con la noción de “discriminación inversa”, siendo que las personas con discapacidad como sujetos vulnerables, enfrentan desigualdades de hecho para el ejercicio de sus derechos. Tal como se mencionara en la introducción, las personas con discapacidad lo son debido a que existen barreras que generan la distinción con las personas sin discapacidad. Entonces, a fin de que ambos grupos se encuentren en igualdad de condiciones frente a la vida y el derecho, el Estado debe implementar “medidas de acción positiva” tendientes a reducir o eliminar dichas barreras, conforme lo previsto por el art. 75 inc. 23 de nuestra Constitución Nacional. “Lo que legitima la discriminación inversa es la temporalidad de las medidas adoptadas, la que debe leerse en un contexto de cambio cultural, de formación de hábitos sociales”.[6]
[1] Autores: Cifuentes Santos, Rivas Molina Andrés y Tiscornia Bartolomé; Título: “El Juicio de Insania y otros procesos sobre la capacidad”; Editorial: Hammurabi, Buenos Aires, año 1990; Páginas. 202/203.
[2] http://webiigg.sociales.uba.ar/saludypoblacion/ixjornadas/ponencias/ponencia-tamburrino-ixjsyp.doc, fecha de búsqueda: 23/9/2018.
[3] Autora: Lily R. Flag; Título: “Los desafíos del Derecho de Familia en el siglo xxi: Homenaje a la Dra. Nelly Minyersky; Editorial: Errepar, año 2011; Página 239.
[4] Entrevista a la Directora de “La Casa de Medio Camino: Hostal” Martínez Virginia; Fecha: 27/9/2018.
[5] Autoras: Ceriani Leticia, Monipoli Valeria; Título: “Políticas Públicas en Salud Mental. De un paradigma tutelar a uno de Derecho Humanos”; Buenos Aires, 1era Edición Julio de 2013; Páginas 14.
[6] Autora: Pinto Mónica; Título: “Temas de Derechos Humanos”. Editorial: Editores del Puerto, Buenos Aires, año 1997; Página 85.