Por Tomás Arreche

A la luz de los tiempos que corren, resulta cada vez más evidente que el cambio climático representa uno de los mayores peligros en la actualidad, no sólo para la supervivencia de la población humana, sino fundamentalmente para los biomas de nuestro planeta. En este sentido, son cada vez más los gobiernos que dan cuenta de los riesgos de seguir produciendo en base a métodos extractivistas violentos, y de no actuar prudentemente y con premura en base a políticas públicas especializadas e integrales para combatir la crisis climática.

De acuerdo con el “Fondo Mundial para la Naturaleza” (WWF, por sus siglas en inglés), el cambio climático es aquel cambio del clima que es atribuido directa o indirectamente a las actividades humanas, que altera la composición global de la atmósfera y a la variabilidad climática que ha sido comparada con otros periodos de tiempo. Por otro lado, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (conjunto de expertos formado con el objetivo de “proporcionar una fuente objetiva de información científica acerca del calentamiento global”) afirma en su informe de 2021 que dicho calentamiento se debe fundamentalmente al incremento sustancial de los gases de efecto invernadero (GEI) durante el último siglo y medio[1]. La realidad es que los procesos de industrialización y globalización, especialmente a partir de la última mitad del S. XX no han hecho más que contribuir de forma directa a dicho incremento, como también lo ha hecho el desarrollo histórico del modelo extractivo. Dicho modelo es definido por Eduardo Gudynas como “un modelo de estructuración socioproductiva, basado en la explotación intensiva de grandes volúmenes de recursos naturales y la apropiación o usufructo de sus productos por parte de agentes en el exterior a través de su exportación” (Gudynas, 2013).

Cabe destacar, además, la advertencia por parte del mencionado grupo de expertos y las agencias relativas a la cuestión de las Naciones Unidas, sobre la necesidad de hacer efectivas de forma urgente políticas tanto públicas como del sector privado para la mitigación de dicho efecto invernadero para el 2030, año conocido como “el año sin retorno”. En este sentido, es conocido el informe especial del IPCC que advierte sobre las consecuencias inmediatas del calentamiento global si es que este sobrepasa los 1.5°C: en caso de llegar a los 2°C, se perdería el 99% de los arrecifes de coral; el Océano Ártico se quedaría sin hielo durante el verano una vez por década; el nivel del mar a nivel global aumentaría considerablemente, causando estragos en zonas costeras y aledañas, donde se sitúa gran parte de la población humana. El informe indica, además, que limitar el calentamiento global a 1.5°C requeriría transición “rápidas y de gran calado” en la tierra, las energías, la industria, edificios, transporte y ciudades. De allí radica, entonces, la urgencia e importancia del tratamiento del tema.

Relativo al tratamiento de la cuestión, es de importancia señalar el actual desarrollo de la COP26, es decir, la vigésima sexta Conferencia del Clima (Conferencia de Partes) en Glasgow, que reúne a Gobiernos y organizaciones de todo el mundo en el orden de establecer parámetros de acción para la prevención y mitigación del cambio climático. Dicha Conferencia surge en 1994, tras la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en el año 1992, documento clave que cuenta con 197 signatarios, y que sienta las bases del principio de mitigación de emisión de gases de efecto invernadero. Esta Conferencia es clave, en tanto ha servido históricamente para la realización de ampliaciones a dicha Convención Marco, como resultan el Protocolo de Kioto (1997, define límites de emisiones para naciones desarrolladas que debían alcanzarse para 2012), y el Acuerdo de París (2015), que define la meta a conseguir para el año 2030: la limitación del calentamiento global a 1.5°C y la financiación de la acción sobre el cambio climático. En este sentido, la COP26 tratará fundamentalmente de conseguir la finalización del denominado “Reglamento de París”, la carta operativa del Acuerdo, en cuyo marco los signatarios del Acuerdo deberán negociar plazos comunes sobre la frecuencia de revisión del Acuerdo, y el seguimiento de sus compromisos.

Ahora bien, resulta interesante el concepto de financiación en materia de prevención y mitigación del cambio climático, pues es la única herramienta efectiva con la que cuentan (o, mejor dicho, no cuentan) los denominados “países en desarrollo” para hacer frente a posibles políticas concretas, especializadas e integrales. Se hace expresa mención a políticas concretas, puesto que las experiencias pasadas, como es el caso de las ampliaciones a la Convención Marco de 1992, han definido objetivos que, por negligencia de las Naciones signatarias, han devenido en abstracto. Por otro lado, se habla de políticas especializadas, ya que es necesario que se destine la suficiente cantidad de recursos, económicos y humanos, al planeamiento de dichas políticas que, por la naturaleza del tópico que tratan, precisan de amplio abordaje técnico científico. En este sentido, una vez más se revela que la Ciencia y la Legislación transitan caminos comunes, y por ende deben cooperar de forma directa y sincera. Por último, me refiero a la necesidad de políticas integrales, que hagan al reconocimiento del impacto del cambio climático en todas las áreas de la vida natural y humana, tanto en materia de salud global, como en el estado paupérrimo de las condiciones para la vida, y los recursos naturales. Sabido es, también en este sentido, que la mitigación al cambio climático es totalmente coincidente con la generación de modelos económicos que hagan a un desarrollo sustentable, esto es, sin afectar las posibilidades de desarrollo de las generaciones futuras.

Ejemplo de esto último resulta la propuesta latinoamericana, presentada tanto en el G20 como en la actual COP26, en materia de financiamiento y refinanciamiento para la consecución de los objetivos fijados. Propuesto en un principio por la República Argentina a los demás países de la región en la Reunión preparatoria de Alto Nivel realizada en septiembre, se pretende conseguir en esta edición de la Conferencia cierto consenso básico para la realización de canjes de deuda, por acciones climáticas. Teniendo en cuenta el carácter definitivamente estructural de la problemática crediticia en América Latina (esto es, altas tasas de interés, plazos relativamente cortos de devolución y formulación prácticamente obligatoria de políticas de ajuste fiscal) es que el hecho de poder prever la utilización de determinados montos de dinero originalmente destinados al pago de deuda, o peor, meros intereses usureros, en el orden de reasignar dichas partidas a la ejecución de políticas públicas de calidad resulta un hecho inédito en materia no sólo medioambiental sino financiera. En este sentido, un orden productivo y financiero global que no se ha preocupado en lo absoluto en su historia por el deterioro medioambiental, ahora tiene la oportunidad real de generar los instrumentos necesarios para el verdadero desarrollo humano del que tantas veces se hace alarde a la hora de publicitar y defender sus actos. Claro que dicho proceso de reestructuración del andamiaje financiero global implica necesariamente la generación de consensos básicos respecto al rol de las entidades crediticias mundiales; precisa, además, de una profunda reflexión sobre sus mecanismos de actuación y regulación, ¿Acaso el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Club de París cuentan con mecanismos de contralor efectivos? Sabido es que los órganos de Gobernadores de todas estas instituciones se basan en sistemas de sufragio en los que quienes más aportan económicamente a su funcionamiento, más peso le suministran a su voto, ¿Es un sistema justo? ¿Es un sistema que promueve el desarrollo y la estabilidad en el sistema financiero global? Son preguntas que, como todas las relativas a este orden, cuentan con variadas respuestas, pero no es mi objetivo tratarlas en este artículo en particular.

Volviendo al tópico en cuestión, es conveniente destacar que, por otro lado, se reconfigura la significancia del financiamiento estatal y sus obligaciones, puesto que los Estado no dejarían de pagar deuda, sino que las “intercambiarían” por la ejecución efectiva de políticas para un desarrollo no sólo “más verde” sino fundamentalmente sostenible en el tiempo y sustentable para las generaciones venideras. En una región que, como he planteado en escritos anteriores[2], tiene una deficiencia casi natural de dólares (divisa necesaria como soporte de valor para las monedas nacionales, y para el comercio), esta política significaría la oportunidad de utilización de dicha divisa proveniente de empréstitos, para la transición ecológica tan pretendida.

En un mundo signado por la individualidad, las políticas del estilo son necesarias, en tanto constituyen herramientas efectivas para la consecución de una solidaridad global, base constituyente de un “bien común” que necesariamente nos liga. Concepto difícil si lo hay de definir, dicho bien común nos pertenece, y es por esa pertenencia que los Estados y los organismos multilaterales tienen la obligación de hacer todo en cuanto de ellos dependa para el logro de los objetivos propuestos, tanto en materia climática, como en materia económica y sanitaria.

Las crisis demuestran, una vez más, que la pretensión del bien general es ya un imperativo moral que trasciende las fronteras de la individualidad para convertirse en un mandato popular global. Que así sea.


[1] https://www.un.org/es/global-issues/climate-change

[2] https://olegisar.org/latinoamerica-politica-y-desarrollo/