Por Ludmila Belingueres

Según el INDEC el índice de población que está bajo la línea de la pobreza en nuestro país es del 42% y el 30,1% de los hogares se encuentran en la misma situación, es decir que sus ingresos están por debajo de la Canasta Básica Total que hoy se ubica aproximadamente en $20.800. Estas cifras, además de alarmarnos, deben convocarnos a pensar políticas que logren solucionar estructuralmente la pobreza en nuestro país y a realizar aportes en función de una legislación efectiva y resolutiva para construir una Argentina que mire al futuro con inclusión real, donde todos los argentinos podamos satisfacer nuestras necesidades básicas y también las que, en teoría, no lo son.

Desde hace muchos años, en la Argentina, para paliar las consecuencias de la pobreza, se han impulsado una serie de asistencias sociales, que, sin cuestionar sus efectos positivos (por ejemplo, el de garantizar la vacunación y escolarización de los hijos de los beneficiarios) lejos está de solucionar el problema estructural y, por el contrario, genera mayores dependencias. Es por esto que, en lo primero que tenemos que pensar para salir de esta estructura es en crear trabajo formal. Trabajo de calidad, que garantice a todos los argentinos el acceso seguro a los alimentos, a la vestimenta, a los servicios, a las nuevas tecnologías, a la cultura y, en definitiva, a lo que todos los seres humanos necesitan para tener una vida digna.

Distinto es lo que podemos evaluar con la implementación de subsidios a los trabajadores durante la pandemia, ya que, dichas ayudas económicas, han de cumplir con su único objetivo posible: salir al rescate de manera extraordinaria en una emergencia. Por otra parte, la irrupción del coronavirus y los posteriores confinamientos han dejado al descubierto entre otras cosas, los grandes porcentajes que encierra el trabajo informal en nuestro país. Según el INDEC, el 32,7% de los ocupados asalariados, o sea 2.700.000 sobre una base de 8.100.000, están dentro de ese sector. Sin dudas la pandemia ha llegado para profundizar los dramas sociales, pero también debe ser una oportunidad para ponerlos en agenda y a la vista de todos, por ejemplo: el trabajo informal y la desocupación.

La cifra de desocupados en nuestro país asciende a un 10,2% y la de subocupados a un 11,9% y aquí es donde debemos detenernos, porque en base a esos números debemos pensar qué tenemos por delante y qué desafíos se deben enfrentar desde los poderes del Estado para revertir la situación. El eje que debe tener mayor relevancia en las agendas legislativa y ejecutiva, debe ser casi indiscutiblemente el de transformar los planes sociales en trabajo.

Es erróneo hablar de una distribución de ingresos real si hablamos de planes sociales, en realidad, la distribución de ingresos como tal, se da cuando se generan mejoras económicas o sociales, pero sobre la base de un empleo en blanco, con un salario mínimo vital y móvil garantizado y con trabajadores que puedan acceder, por ejemplo, a las obras sociales. De hecho, la idea de que, efectivamente con los subsidios estatales se genera una transferencia de ingresos hacia los sectores populares, se ha perpetrado, con o sin intención, en la práctica política de nuestro país, algo que sin dudas debemos atender y transformar urgentemente.

La importancia de un debate responsable

No pocas veces, el debate sobre los planes sociales se vuelve una disputa discursiva entre la derecha y la izquierda, donde los primeros demonizan a los beneficiarios de los subsidios y los segundos intentan ubicarlos en la victimización. Definitivamente, no es esa la discusión que hay que dar. Para abordar seriamente el tema, la concepción que tengamos sobre este dilema, debe ser lo suficientemente humanista como para comprender que, ningún plan social ni un conjunto de ellos, llega a cubrir todas las necesidades que cualquier ser humano necesita para desarrollarse dignamente, porque, en definitiva, que una familia pueda acceder sin holgura a la Canasta Básica Total, donde están incluidos, los alimentos y algunos bienes y servicios no alimentarios, por ejemplo la vestimenta o el transporte, no nos habla de ningún triunfo.

En los últimos días, el Presidente de la Cámara de Diputados de la Nación habló de la necesidad de legislar en función de convertir los planes sociales en empleos formales, permanentes y dignos y que este plan esté acompañado por un punto fundamental en el largo camino hacia la solución estructural de la pobreza: la terminalidad educativa obligatoria. Sin dudas, el poder legislativo debe tener un rol central en la construcción de este proyecto de país que dé respuestas a todos sus ciudadanos, generando las condiciones y las discusiones que permitan avanzar en ese sentido.

Es posible que, en la transición que debe darse desde el plan social al trabajo formal y permanente, sea la llamada “contraprestación” que se les pide a los beneficiarios de los diferentes subsidios una protagonista. En este caso, uno de los puntos más importantes es el de la terminalidad educativa antes mencionada, que cobra especial importancia cuando pensamos, por ejemplo, en lo distinto que sería el abanico de posibilidades de empleo formal para quienes hoy están desocupados si partieran de la base de mayores niveles educativos o contaran, por ejemplo, con instrucciones básicas sobre el manejo de las nuevas tecnologías, hoy indispensables para el desarrollo de la mayoría de los trabajos.

Las contraprestaciones pueden ser también una base interesante para ir materializando la discusión que, por momentos, se vuelve un poco abstracta y parece que la única posibilidad de pensar en una Argentina con trabajo, es en los discursos. Además de la finalización de los estudios o de la nivelación de los mismos, algunos subsidios estatales exigen a los beneficiarios la participación en proyectos socio-productivos, socio-comunitarios o socio-laborales, como es el caso del plan “Potenciar Trabajo”.

Es natural que, en todo este proceso que debe darse, el Estado sea quien mayores responsabilidades tenga, pero la articulación con el sector privado será primordial e indiscutible, ya que, es la Argentina productiva e industrializada la única capaz de ofrecer trabajo a sus ciudadanos y, por otra parte, el Estado tiene la enorme obligación de controlar que las contraprestaciones efectivamente se cumplan, ya que, será una de las pocas formas de garantizar que los beneficiarios efectivamente terminen con sus estudios o puedan incorporarse a las diferentes opciones de proyectos laborales.

En conclusión, una clave fundamental para pensar en una Argentina que se ponga realmente de pie y que además pueda caminar conteniendo a todos los argentinos, será la de legislar y gobernar viendo hacia el futuro un país donde cada vez haya más trabajo y menos necesidad de planes sociales. Por otra parte, la necesidad de dejar atrás la falsa idea de que a través de los planes sociales se puede dar una redistribución del ingreso real y seguir el camino del trabajo formal como la única forma de distribuir efectivamente el ingreso, se vuelve cada vez más imperiosa. Este proceso, naturalmente, debería ser acompañado por un contexto de políticas económicas que tengan como eje la producción y la generación de empleos. Por lo tanto, es claro que, esa Argentina que nos merecemos no llegará exclusivamente por convertir los planes sociales en trabajo, pero sin esa transformación no llegará nunca.

Para cerrar este artículo con una voz sumamente autorizada en lo que compete a las políticas del trabajo como base para la construcción de un país con justicia social, quisiera citar un fragmento de una obra de Eva Perón, que nos deja un ideario muy claro y que, fundamentalmente, nos deben convocar como argentinos y argentinas:

“He establecido una diferencia entre los conceptos del ‘deber’ y ‘necesidad’ que a mi juicio corresponden, frente a la producción a nuestros trabajadores y a los de otros países. El aumento de la producción ha sido siempre, y lo será también el porvenir, una necesidad de las colectividades humanas y el índice que establece su grado de civilización, pero no siempre puede ser encarado como el deber fundamental de los trabajadores. Para que esa necesidad tenga también característica de deber, de deber fundamental e ineludible, es necesario que los que así lo sientan y a los que así se les exige, tengan una participación justa en los resultados de esa producción; es decir, que cuanto más produzcan – y por lo mismo rinda más a la colectividad – obtengan también mayores beneficios y, por lo tanto, pueden también vivir mejor, ellos y sus familias. En este caso la necesidad de producir es un deber y un deber fundamental hacia la sociedad, hacia los suyos y hacia sí mismos.» (Perón, 1948)