Por Tomás Brusco*

En la conducta humana no es sencillo diferenciar el querer del deber y del poder. Si tomamos como ejemplo la figura del presidente de la Nación, entendemos que a veces hace lo que quiere en términos de políticas públicas, pero también ejerce lo que debe y, en muchos casos, lo que puede. Puede, debe y quiere conductas presidenciales. En el siglo XXI, el análisis de la conducta se ha complejizado a través de la neuropolítica o estudio neurocientífico de la política, que es en parte el estudio de la conducta a través de la revisión de humanos en estudios pormenorizados. Sabemos a través de esto, por ejemplo, que la corteza prefrontal finaliza su desarrollo aproximadamente a los veinticinco años, mientras que el resto del cerebro lo finaliza antes, dando como resultado una corteza prefrontal menos activa en adolescentes.

En la Argentina, los adolescentes pueden votar a partir de los dieciséis años. Esto no ha sido así desde un comienzo, y es una cuestión a resolver por la política argentina. Cuando nos enseñan en el colegio que la Argentina es una democracia, esta afirmación desde la primaria la abrazamos con cariño y emoción, particularmente cuando nos cuentan las historias previas a 1983, cuando nuestras maestras nos transmiten sus vivencias, las carencias de derechos, y absorbemos de nuestro entorno cultural y de enseñanza obras artísticas como «Iluminados por el fuego» de Tristán Bauer, «Mafalda» de Quino o «El eternauta» de Héctor Germán Oesterheld. Así, hoy crecemos y nos reconocemos democráticos, y nos cuesta entender cómo la Argentina una vez fue la tierra de los que mandaban con la fuerza y los debates se resolvían cerrando los centros de estudiantes y reprimiendo a los disidentes, incluso a menores de edad.

No obstante, la Constitución de la Nación de 1853[1] no menciona el concepto de democracia, y la reforma de 1994[2] no incluyó la palabra «democracia» en su texto, pese a incluir el sistema democrático como garantía vinculada a los sindicatos y a los partidos políticos. En la reforma de 1949[3] se habló de que la Constitución estaba inspirada en el sistema democrático en su artículo 15, siendo la primera mención constitucional histórica a la democracia, y buscando más: los agentes del gobierno argentino no lo serán cuando participen de otro estado no democrático. Esta Constitución, como sabemos, fue «derogada» (término generoso) por el gobierno militar de facto al asumir en el 1955 y no fue puesta en práctica nuevamente, ni siquiera por el gobierno de Juan Domingo Perón de 1973, que se rigió por la reforma inconstitucional de 1972, la cual acortó el mandato presidencial de seis a cuatro años (incorporado en 1994).

La Argentina como organización política estatal tuvo tres etapas macro: la República conservadora-democratizante (1853-1930), la República militarizada-antidemocratizante (1930-1983) y la República democrática (1983-hoy). Cada una de ellas estuvo severamente influida por el entorno global, que implicó cambios drásticos de la convivencia humana. Cuando se habla de gobiernos de transición, en rigor cada gobierno lo es, pero durante algunos se experimentan cambios políticos sustanciales que alteran las normas de convivencia o institucionales del Estado. Si analizamos presidencia por presidencia, nos será complicado advertir periodos en los cuales se haya notado una estabilidad pormenorizada, sin modificaciones de las reglas de juego. Sin ir más lejos, la primera transición presidencial interpartidaria de Santiago Derqui y Juan Esteban Pedernera (1860-1861) a Bartolomé Mitre (1861-1868) tuvo una reforma constitucional «inconstitucional» de por medio en 1960 (llamada «ad hoc») para incluir a Buenos Aires, ya que la reforma estaba prohibida por el mismo texto de 1853 en su artículo 30.

De esta manera, antes de la Ley Sáenz Peña (8.871) de 1912, no solo el marco normativo argentino tenía un «déficit» democrático, sino que las elecciones a presidente eran consideradas más protocolares o formales que un acto de voluntad popular tal como son consideradas hoy. Un ejemplo de esto es que tanto Justo José de Urquiza como Bartolomé Mitre ejercieron como presidente y, una vez en el cargo, se realizaron las elecciones. No fue hasta 1916 que se votó popularmente por primera vez a un presidente, resultando electo Hipólito Yrigoyen, con un padrón aproximado del diez (10) por ciento de la población argentina de entonces, dado que se excluía a mujeres, niños y no nacionales. Esto contrasta, por ejemplo, con la elección de 2019, en donde resultó electo Alberto Fernández, en la cual se encontraba habilitado para votar aproximadamente el setenta y seis (76) por ciento de la población[4].

1) Elecciones presidenciales de 1854: votantes sobre población.


2) Elecciones presidenciales de 2019: padrón sobre población.

Considerando ambos cuadros, efectivamente la Argentina se ha ido democratizando con las décadas, y cada año que pasa posiblemente seamos más democráticos a través de distintos mecanismos de gobierno y transparencia activa. Es necesario hoy promover la participación ciudadana en la toma de decisiones a nivel gubernamental. La reforma de 1994 ha brindado al marco jurídico argentino una serie de derechos y garantías avanzadas, a las cuales los jueces han tenido cierto trabajo en adaptarse, tal vez por la severa jurisprudencia contra el pleno ejercicio de los derechos humanos que tuvimos en la Argentina, y tal vez otro tanto porque el marco institucional se ha modificado poco. A grandes rasgos, el marco jurídico orgánico de 1853, el poder concebido en los papeles, la verticalidad y ese déficit democrático que apreciamos en el cuadro 1 siguen intactos. Y de alguna manera, se podría argumentar que lo orgánico es más inmediato en su apreciación que los derechos exigibles de forma judicial, porque lo primero afecta al ejercicio de la toma de decisiones en temas administrativos y legislativos.

A cada ámbito estatal al que uno ingresa en la Argentina, por más plural y democrático que pueda considerarse al líder político, el ciudadano se subsume en una dinámica sumamente verticalista, ya sea en la administración nacional, provincial o municipal. Como hemos escuchado recientemente en los medios de comunicación, el «dueño de la lapicera» circunstancial es quien toma las decisiones por el conjunto. Era interesante que un presidente tomara decisiones por seiscientas cuarenta mil (640.000) personas en 1853 en un marco histórico sin constitución ni instituciones. Hoy la historia es distinta. Un mismo presidente con una misma estructura orgánica sigue tomando decisiones de la misma manera, pero esta vez para cuarenta y siete millones (47.000.000) de personas.[5]

La tecnología no era la misma entonces y no es la misma hoy. Podemos estar conectados a través de internet con una rapidez inusitada, lo cual hace que la consulta directa a la población se facilite. De alguna manera, un debate a resolver es por qué confiamos plenamente nuestras finanzas a internet con su velocidad, agilizando el mercado y las transacciones desde hace por lo menos una década, con la intangibilidad que suponen las monedas virtuales bancarias en moneda nacional o extranjera y las tarjetas de débito o crédito, pero ninguno de esos sistemas pueden utilizarse para consultar a la ciudadanía para temas de mayor relevancia que un presupuesto participativo municipal en el mejor de los casos, o qué pintura llevará un túnel en el más desdichado de ellos.

Tal vez la respuesta sea sencilla, y sea que no es el pueblo argentino quien decide para qué se utilizan las tecnologías, sino que el sistema bancario y financiero decidió implementar hace décadas la tecnología para comunicarse e interactuar con sus clientes, con aval del Banco Central de la República Argentina, pero los administradores públicos no han implementado casi ninguna de estas tecnologías para consultar a los ciudadanos cómo desempeñarse. ¿No pudimos, no pudimos, no quisimos? No debemos confundir y asumir que las instituciones llevan consigo conflictos inherentes a las personas que ocupan las funciones públicas. Si un cargo desencadena una serie de actitudes contraproducentes para los intereses sociales, es porque la estructura orgánica y de contralor lo ha permitido, y no solo por un error en la designación de la persona.

Cuando se dialoga sobre republicanismo y federalismo, en ocasiones resulta complejo sostener que las instituciones correspondientes a esos conceptos han fallado por falta de implementación orgánica conceptual de estos, y no por un déficit democrático. Las reformas institucionales son complejas, lentas y se deben realizar con cuidado, pero definitivamente es hora de comenzar a escuchar a quienes tienen información para brindar: los científicos sobre los avances sobre el entendimiento de la conducta humana, y al pueblo sobre qué quiere para guiar su propia vida en una sociedad democrática.[6]

*Abogado (UBA), diploma de honor. Director de OLEGISAR.


[1] http://www.infoleg.gob.ar/?page_id=3873

[2] http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/0-4999/804/norma.htm

[3] https://es.wikisource.org/wiki/Constituci%C3%B3n_de_la_Naci%C3%B3n_Argentina_(1949)

[4] Más precisamente: 76,175 %.

[5] Por algún motivo, el idioma español obliga a poner el «de» antes de «personas», quizá señalando una abultada cantidad de algo. ¿Otro indicio?

[6] El rehusar la democratización de la sociedad implica de manera implícita una cesión institucional a formas antiguas de gobierno que predominaron entre 1930 y 1983, cuando los militares y los policías por el uso de la fuerza determinaban políticas públicas más que los ciudadanos, en consonancia con sectores minoritarios de la sociedad civil.