Lenguaje claro

May 14, 2021

Por María Florencia Acuña [1]


“Hay muchas resistencias, hábitos centenarios, privilegios difíciles de remover.”

Martín Böhmer [2]

I. INTRODUCCIÓN

¿Cómo puede el pueblo orientar su conducta conforme a derecho, si no comprende el lenguaje del derecho? ¿Cómo puede el pueblo confiar en los funcionarios judiciales y en los profesionales legales, si no entiende el lenguaje del que éstos se valen? ¿Acaso no es el pueblo el destinatario y receptor final del derecho? ¿es el lenguaje del derecho claro, simple y comprensible?

Los tiempos que corren requieren pragmatismo, eficiencia y dinamismo. La exagerada utilización del lenguaje del derecho estorba, imposibilita, obstruye, dificulta, obstaculiza, impide. Usamos un lenguaje que pone distancia con la gente, abusamos de los barroquismos[3] y nos olvidamos de que la justicia está al servicio de las personas, y no al revés. Ha llegado la hora de que jueces y juezas, abogados y abogadas y profesionales del derecho en general se despojen del solemne y pesado lenguaje jurídico que obstaculiza el conocimiento y la comprensión del derecho, y den paso a un lenguaje más claro, sencillo y modesto. Es momento de desprendernos de una vez y por todas de la vanidad, la soberbia y la arrogancia que nos tientan a usar y a abusar de los términos rebuscados y oscuros que la profesión del derecho continúa cargando al cuello. En este sentido, pretendo obviar las dos primeras preguntas, rozar la tercera y responder la cuarta.

II. ALGUNOS PROBLEMAS

Desde siempre, el lenguaje del derecho se ha caracterizado por ser excesivamente suntuoso, rebuscado y difícil de comprender para la mayoría de sus destinatarios. Desde sofisticados barroquismos decorativos, hasta recargadas frases en latín que pecan por ceremoniosas. Lo cierto es que los tiempos han cambiado y hoy el paradigma es otro. Las personas se involucran cada vez más en el proceso judicial. Esperan a que algo salga mal. Están alertas. Aguardan a que algo falle. Esto sucede porque no confían en la transparencia del sistema judicial, porque no confían en los jueces, y porque definitivamente no confían en los abogados. No dudemos ni por un instante que el lenguaje del derecho contribuye –en parte– a acrecentar esta desconfianza. Ahora bien, no pretendo dar solución a un problema de tal magnitud, pero sí quisiera realizar breves consideraciones al respecto.

Dejando de lado las razones que motivan a las personas a desconfiar del proceso judicial y de los funcionarios y profesionales que en él se desenvuelven (razones que por cierto son muchas, y muy variadas, pero que conciernen más a un ensayo sobre ética judicial, y no sobre lenguaje jurídico), en esta oportunidad me limitaré únicamente a exponer los dos grandes yerros en los que cae el lenguaje del que nos servimos –inexorablemente– todos aquellos que trabajamos o nos desempeñamos en el ámbito jurídico o judicial.

En este sentido, el primer problema que observo es la excesiva complejidad que ostenta el lenguaje del derecho. Usamos términos, palabras, y expresiones que las personas no entienden, y ello les representa un impedimento para comprender el alcance de sus derechos, deberes y obligaciones de forma plena, autónoma y autosuficiente, lo que a su vez provoca que tomen decisiones lentas, costosas e ineficientes que bien podrían ser evitadas, toda vez que es perfectamente factible que sean evitadas. Ergo, todo vocablo, palabra, expresión o término que no concierna a cuestiones meramente procesales o técnicas debe ser erradicada y reemplazada por términos de sencilla comprensión que le permitan a las personas digerir información de manera eficaz, con la certeza de haber tomado una decisión comprendiendo las consecuencias jurídicas que ella puede –o no– acarrear.

Esta concepción laberíntica del lenguaje del derecho ciertamente está relacionada con la idea nefasta de que escribir “difícil” es una cualidad de aquellos que tienen cierta fineza intelectual que justifica el uso excesivo de términos que están tan alejados de las personas. Humildemente (en realidad, no hay nada de humildad aquí) entiendo y sostengo que esta no es más que una descolorida fachada que se perpetúa bajo la figura de lo exclusivo y lo distinguido, con tal de no consentir que el escribir para ser entendido y comprendido por todos y todas es la verdadera virtud aquí y hoy. No debemos quitar mérito a ello, sino que por el contrario, debemos alentar toda acción destinada a clarificar el lenguaje y a romper con lo intrincado. Ello, claro está, de ninguna manera significa que debamos suprimir el uso de palabras o expresiones técnicas que hacen al ejercicio diario de la profesión de jueces y juezas, abogados y abogadas y profesionales del derecho en general. En la medida de lo razonable, no sólo es necesario, sino que resulta indispensable recurrir al lenguaje técnico a los efectos de llevar adelante ciertas tareas o funciones. No obstante, ello no significa abusar de los tecnicismos.

El segundo problema con el que me encuentro frecuentemente es la apropiación del lenguaje del derecho. Históricamente, el uso (y abuso) del lenguaje del derecho ha formado parte de una costumbre milenaria casi indiscutida que ha sido perpetuada a lo largo del tiempo por parte de aquellos y aquellas que cumplen un rol en el ámbito jurídico y judicial (doctrinarios y doctrinarias, jueces y juezas, abogados y abogadas, fiscales, etc.). Ciertamente, es más sencillo reproducir una práctica, que erradicarla. Nosotros les hacemos creer a las personas que el lenguaje del derecho nos pertenece pura y exclusivamente. Así, este se presenta como inaccesible e inalcanzable y establece una brecha gigantesca que entorpece su entendimiento y las aleja. Es precisamente allí donde yace el germen de la incapacidad de las personas para entender cuestiones fundamentales que hacen a su propio interés, y –de hecho– a la existencia misma de la esencia democrática de nuestro país.

Ello tiene su raíz y explicación en lo que se denomina ‘socialización secundaria’ [4], entendida como la internalización de un sub-mundo institucional del que sólo se es parte cuando uno adquiere una gama de conocimientos y vocabularios específicos de “roles” que hace que se produzca una internalización de los campos semánticos. La socialización secundaria se constituye en los procesos que introducen al individuo en nuevos roles y contextos de su sociedad, incluyendo particularmente a los “submundos institucionales” dependientes de la estructura social y la división del trabajo.

Así, por ejemplo, nos encontramos con que abogados y abogadas, médicos y médicas e ingenieros o ingenieras se manejan con un lenguaje determinado, que es distinto y propio de cada profesión. Lo noble en todo este asunto es que el problema que aquí nos aqueja tiene un nombre que nos permite identificarlo. Ergo, nos resulta posible –e incluso hasta sencillo– exponerlo y erradicarlo. O por lo menos, a ello debemos aspirar.

III. LA CONVERSIÓN DEL LENGUAJE DEL DERECHO

Como lo he adelantado precedentemente, una solución a esta problemática podría estar dada por la conversión del lenguaje pesado y oscuro del derecho, a uno más claro y transparente: Un lenguaje que sea comprensible, inteligible, sencillo. Un lenguaje que no se vanaglorie por su elegancia, sino que brinde respuestas. Un lenguaje que se construya en pos del mejoramiento, avance y progreso de la comunicación entre los funcionarios judiciales, los profesionales del derecho y los individuos. Un lenguaje que se despoje de los barroquismos que tanto angustian y alejan a las personas, y que, en cambio, brinde tranquilidad y llaneza para que estas actúen con la certidumbre de que han comprendido la información y de que –consecuentemente– podrán tomar una decisión consciente al respecto.

Piénsese en la persona a la que le ha llegado una carta documento a su domicilio. Piénsese en la persona que ha ido a ver a un abogado o en el testigo que pisa un juzgado por primera vez. La ciudadanía –de por sí– no tiene un buen concepto del ámbito que bordea el mundo del derecho. En honor a la verdad, el concepto que tienen –de hecho– es muy malo. Ello está dado, en buena medida, por el carácter oscuro, confuso, ambiguo e incierto con el que este se manifiesta. No dudemos ni por un instante que el lenguaje que usamos integra uno de estos aspectos. Sin embargo, es imperioso hacer la salvedad de que si nosotros perpetuamos este uso irresponsable del lenguaje del derecho, nosotros mismos podemos dejar de hacerlo. Los beneficios que ello produciría son ciertamente atractivos. Bien podemos mencionar la reducción de errores y de aclaraciones innecesarias; el acortamiento de costos y cargas para el ciudadano, la reducción de costos administrativos y de operación para las entidades públicas; el aumento de la eficiencia en la gestión de las solicitudes de los ciudadanos; la reducción del uso de intermediarios.

Al respecto, quisiera señalar que en los últimos años se han vislumbrado innumerables ejemplos de que el lenguaje claro ha llegado para quedarse y de que el cambio es inminente.

En el ámbito de la Provincia de Buenos Aires desde el año 2.020 se encuentra vigente la denominada ‘Ley de Lenguaje Claro’ Nº 15.184, la cual tiene por objetivo garantizar el derecho de los ciudadanos a comprender la información pública, y promover el uso y desarrollo de un lenguaje claro en los textos legales y formales, basado en expresiones sencillas, con párrafos breves y sin tecnicismos innecesarios. Esta ley es un ejemplo excelente de que se pueden –y se deben– tomar medidas concretas y determinadas orientadas a lograr instaurar el lenguaje claro en la legislación, en las sentencias judiciales y en las comunicaciones públicas dirigidas al ciudadano. Empleando las palabras de la propia ley “un documento estará en lenguaje claro si su destinatario puede encontrar lo que necesita, entender la información de manera rápida y usarla para tomar decisiones y satisfacer sus necesidades.” [5]

En este mismo orden de ideas, me parece pertinente también mencionar el caso de la magistrada Mariana Josefina Rey Galindo, jueza Civil en Familia y Sucesiones de Monteros, Provincia de Tucumán, que en el año 2.020 dictó una sentencia en la que se dirigió directamente a una menor de edad involucrada en un caso en materia filiatoria, y se ocupó de explicarle a la niña en –términos sencillos, claros y simples– en qué consistió la sentencia, los motivos de su decisión, y las obligaciones de sus padres. El texto legal reza lo siguiente:

“Juli, tenés razón cuando decís que no querés elegir entre tus dos papás. Tenés derecho a conservar a los dos: al papá Roberto y al papito Jorge. También tenés razón al no permitir a los grandes que te exijan ese tipo de elección. No hay nada que elegir. Te anticipo que voy reconocer legalmente ese derecho a tener a tus papás en los papeles (a los dos) y a reconocer el derecho a vivir de esa forma y en familia. Esto quiere decir, que voy a hacer que el Estado registre en tu acta de nacimiento a Roberto además de Jorge y Lucía. A los tres: con lo cual vos vas a tener en los papeles (acta) dos papás y una mamá. Y con eso, ellos tres tienen los mismos derechos y obligaciones (ellos con vos y vos con ellos) que básicamente son cuidarte, acompañarte en la vida, y asegurar tu bienestar físico y económico (alimentos, vivienda, estudios, etc.). Entre ellos deben organizarse para cuidar de vos (autorizaciones cuando vos salgas de viaje fuera del país o si decidieras casarte antes de los 18 años, derechos de comunicación con vos, cuidados personales, y esas cosas ¿sabes?).” [6]

Ejemplos como estos, concretos y determinados, son los que la sociedad toda debe analizar, alentar y reproducir; en pos de receptar bondadosamente las utilidades que nos ofrece el lenguaje cuando es usado de forma clara y responsable.

IV. CONCLUSIÓN

Debemos poner la lupa en la limitación de las ambigüedades del lenguaje del derecho, en la generación de confianza con la ciudadanía, en la promoción de las comunicaciones efectivas, la transparencia y el acceso a la información pública. El premio por escribir sin tanta vanagloria será el logro de un sistema judicial más justo, legítimo y ecuánime, toda vez que hagamos de ello un hábito, y no una excepción.  Ergo, somos nosotros, los operadores del derecho, quienes tenemos las herramientas y –por consiguiente– el deber de promover e impulsar el uso de un lenguaje claro en todas las comunicaciones con las personas, de capacitar a profesionales para que sepan de qué modo comunicar sin perder ninguna información, y de establecer estándares básicos de formación y de buenas prácticas que hagan al mejoramiento de la comunicación, garantizando así un mayor nivel de transparencia, acceso e inclusión a la justicia.

BIBLIOGRAFÍA

(1) BÖHMER, Martín Federico, “El desafío del derecho”, en TodaVia 31, p. 15, https://issuu.com/fundacionosde/docs/todavia31_revista_completa.

(2) TORRES LÓPEZ, Juan Bautista, Borges para abogados, en Revista Lenguaje Claro, Argumentación y Redacción Jurídica.

(3) BERGER, Peter y LUCKMANN, Thomas, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Edición única en castellano 1.968, pp 233.

(4) Provincia de Buenos Aires, Ley Nº 15.184, art. 2, 10/09/2020.

(5) Juzgado Civil en Familia y Sucesiones Única Nominación, “L.F.F. C/ S.C.O. S/ FILIACIÓN”, Expediente Nº 659/2.017, 07/02/2020, Id SAIJ: FA20240001


[1] Estudiante de Leyes, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.

[2] BÖHMER, “El desafío del derecho”, p. 15.

[3] TORRES LÓPEZ,“Borges para abogados”, p. 3

[4] BERGER Y LUCKMANN, La construcción social de la realidad, 1.968, pp 233.

[5]  Provincia de Buenos Aires, Ley Nº 15.184, art. 2, 10/09/2020.

[6] Poder Judicial de Tucumán, Juzgado Civil en Familia y Sucesiones Única Nominación, “L.F.F. C/ S.C.O. S/ FILIACIÓN”, Expediente Nº 659/2.017.